Brutal. Esa palabra que usamos para describir lo desmesurado, lo crudo, lo que no pide permiso. Es un concepto que atraviesa contextos: desde la violencia explícita hasta una emoción tan intensa que desafía cualquier descripción. Culturalmente, lo brutal se percibe como algo que sacude, que incomoda, que exige una respuesta visceral. En el arte, es un golpe estético que nos arrastra fuera de nuestra zona de confort. En el cine, una obra "brutal" no solo conmueve, sino que interroga, deja expuestas nuestras vulnerabilidades.
The Brutalist, de Brady Corbet, no se queda en lo superficial: toma este concepto y lo hace parte de su estructura misma, una experiencia directa que desafía, que golpea, que obsesiona. Desde su título, promete y entrega una visión monumental sobre los conflictos humanos, tanto internos como externos. En este sentido, la película intenta ser un testimonio de lo que significa ser "brutal" en un mundo que demanda formas cada vez más sutiles de resistencia, pero lamentablemente no siempre logra su objetivo.
El brutalismo, en arquitectura, es más que bloques de hormigón y estructuras geométricas desnudas; es casi una declaración de principios. Surgió en la posguerra como respuesta a un mundo necesitado de reconstrucción urgente y funcionalidad sin ornamentos. Edificios como la Unité d'Habitation de Le Corbusier o el Barbican Centre en Londres ejemplifican su estilo: macizos, contundentes, honestos. Celebrados como símbolos de resistencia, pero también criticados por su frialdad.

El cine tiene una relación simbólica con este estilo arquitectónico. Ambos dialogan sobre poder, opresión y la lucha por el espacio. En The Brutalist, Corbet quiere, o presume convertir al brutalismo en un personaje más, un eco visual y temático que amplifica los conflictos y ambiciones de sus protagonistas. Y sin dudas, su narrativa, como las estructuras brutalistas, es pesada, monumental y diseñada para imponer, el problema es ¿imponer que?
The Brutalist debutó en el Festival de Venecia 2024, donde recibió una ovación de pie clásica de festivales y el Premio Especial del Jurado. Desde entonces, ha recorrido otros festivales importantes, consolidándose como una de las películas más discutidas del año. Está nominada a siete Globos de Oro, incluyendo Mejor Película Dramática, y a nueve Critics Choice Awards.
La película cuenta la historia de László Tóth (Adrien Brody), un arquitecto húngaro que emigra a Estados Unidos tras la Segunda Guerra Mundial y a quien luego se le unirá su esposa Erzsebét (Felicity Jones). En un país marcado por la promesa del sueño americano, László recibe el encargo de diseñar un edificio monumental. Sin embargo, lo que parece una oportunidad soñada se transforma en una red de manipulaciones, prejuicios y sacrificios personales que pondrán a prueba no solo su visión como arquitecto, sino también su humanidad.
El elenco también incluye a Guy Pearce como Harrison Van Buren, un magnate cuyo apoyo se torna ambiguo, y a Raffey Cassidy como Zsófia, la sobrina de László, cuya presencia simboliza la tensión entre pasado y futuro. Brody entrega una actuación visceral, marcada por la contención y los matices, mientras que Jones aporta una sensibilidad que equilibra la intensidad de la trama.

En el corazón de The Brutalist está el sueño americano, pero también el precio que conlleva. La película explora la experiencia del inmigrante como una constante negociación entre identidad, ambición y asimilación. En este sentido, dialoga con clásicos como El Padrino Parte II (Francis Ford Coppola, 1974) y There Will Be Blood (Paul Thomas Anderson, 2007), abordando temas como el poder, la herencia cultural y la corrupción de los ideales. Pero también encuentra resonancia en un contexto contemporáneo, donde el éxito a menudo parece inalcanzable para quienes cargan con historias de desarraigo.
The Brutalist fue filmada en VistaVision, un formato que captura imágenes de alta resolución y profundidad, otorgando a la película una cualidad monumental al menos en términos visuales. Corbet, quien coescribió el guion con Mona Fastvold, reunió un equipo de primer nivel: Lol Crawley en la fotografía, Judy Becker en el diseño de producción y Daniel Blumberg en la música.
Brady Corbet es un director que no teme a la ambición. Desde The Childhood of a Leader (2015), su debut, ha explicitado una fascinación por las narrativas históricas y los conflictos psicológicos. Vox Lux (2018) llevó esta obsesión al terreno de la cultura pop, explorando el costo humano de la fama. Con The Brutalist, Corbet parece cerrar un círculo: es una película que combina la densidad temática de su primera obra con la sofisticación formal de su segundo trabajo. Pero lamentablemente, entre tanta sofisticación, la película parece más interesante en su carcasa que en su contenido.
The Brutalist es una de esas películas que despierta tantas expectativas como interrogantes. Desde su concepción, Corbet apuntó alto, con una narrativa que se propone explorar el brutalismo no solo como estética, sino como un reflejo de tensiones culturales, históricas y personales. Sin embargo, el resultado final parece más preocupado por su apariencia monumental que por habitar los espacios emocionales que construye. La película, a pesar de su ambición, se siente como un proyecto que nunca encuentra el equilibrio entre forma y contenido, quedándose atrapada en la superficie de su propia grandilocuencia.
El brutalismo, como movimiento arquitectónico, busca una honestidad cruda y funcionalidad radical. En contraste, The Brutalist utiliza esta estética como un marco visual impresionante, pero no logra traducir esa filosofía a su narrativa. Si bien la fotografía de Lol Crawley en VistaVision captura imágenes de una profundidad y claridad deslumbrantes, estas se sienten desconectadas del desarrollo emocional de los personajes. La primera mitad de la película, con su enfoque en el conflicto entre el idealismo de László Tóth y las demandas pragmáticas de su entorno, establece un potencial dramático que nunca se concreta del todo.
A medida que avanza la segunda mitad, la película comienza a perder cohesión, principalmente al abandonar el punto de vista exclusivo de su protagonista. Lo que inicialmente parecía una meditación sobre el sueño americano y el costo de la ambición se diluye en una serie de subtramas que carecen de la profundidad necesaria para sostener su peso temático. Momentos que podrían haber sido emocionalmente devastadores se ven empañados por una narrativa que prioriza el impacto visual sobre el desarrollo de sus personajes. Incluso los temas más prometedores, como la exploración de la identidad inmigrante y el antisemitismo, se sienten tratados de manera superficial, relegados a referencias simbólicas en lugar de ser tejidos en el núcleo del relato.

La película plantea preguntas interesantes sobre la relación entre arte y poder, pero las abandona en favor de un desenlace que busca redondear la historia sin desafiar realmente al espectador. A diferencia de obras más logradas de Corbet, como Vox Lux, que no temían incomodar o dejar cabos sueltos, aquí el director parece querer encapsularlo todo en un formato demasiado rígido. Esto convierte a The Brutalist en una obra que se esfuerza por ser relevante, pero que no alcanza la resonancia emocional que su propuesta inicial prometía.
En términos temáticos, The Brutalist tiene ecos de películas como There Will Be Blood y Citizen Kane, pero carece de la complejidad moral y la energía que hicieron de esas obras referentes atemporales. La arquitectura como metáfora de ambición y decadencia queda atrapada en la forma, incapaz de convertirse en un lenguaje emocional. Si bien hay destellos de genialidad, especialmente en el diseño de producción y la actuación contenida de Adrien Brody, el conjunto se percibe como un monumento incompleto: imponente desde la distancia, pero vacío al acercarse.
Resulta interesante, por ciertas similitudes temáticas, analizar el contraste entre The Brutalist de Corbet y Architecton de Viktor Kosakovskiy, donde surge una diferencia crucial en la relación entre tema y dispositivo fílmico. Mientras que Corbet utiliza el brutalismo como una metáfora imponente pero ocasionalmente rígida, Kosakovsky convierte la arquitectura en un lenguaje fílmico fluido y orgánico. En Architecton, la exploración de las estructuras no se limita a la estética monumental, sino que las utiliza como ejes narrativos que se transforman constantemente en diálogo con el tiempo, el espacio y las emociones humanas. El uso de planos secuencia dinámicos y una cámara que literalmente "respira" entre los espacios crea una experiencia visceral y profundamente conectada con su temática: la arquitectura como un reflejo vivo de la humanidad.

Por el contrario, The Brutalist apuesta por una narrativa visual estática, donde el dispositivo fílmico parece imitar la rigidez del brutalismo mismo. Aunque esta elección puede ser vista como deliberada y congruente con su propuesta, a menudo se siente como un obstáculo para el flujo emocional de la historia. Kosakovsky, en cambio, permite que la arquitectura trascienda su función física para convertirse en una metáfora poética de las conexiones humanas. Esta capacidad de integrar tema y forma sin perder la fluidez narrativa coloca a Architecton como un contrapunto a la monumentalidad algo inerte de The Brutalist, subrayando cómo el cine puede encontrar en la arquitectura no solo un símbolo, sino también un lenguaje que amplifica su resonancia emocional.
Y así, las más de tres horas de duración de The Brutalist son un ejemplo de cómo la ambición desmedida puede jugar en contra. Es una película que parece más interesada en impresionar que en conectar, dejando una impresión mixta: mucho ruido, pocas nueces. El cine, como la arquitectura, necesita algo más que grandilocuencia para sostenerse en el tiempo.
En Uruguay la película tiene su estreno programado para el 06 de febrero, eso si los exhibidores no se aterran con la duración de la película de Corbet antes de la fecha.

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