La tumba de las luciérnagas

Creo que hay pocas películas que tiene el poder de llegar a desbordarnos ésa lágrima, incluso cuando ella había sido tantas veces contenida en el drama de nuestra propia existencia y de la realidad tan devastaora que vivimos hoy en día, como la que brota cuando acompañamos a Seita, joven nipón de 14 años y a su hermanita Setsuko de 4 años en La tumba de las luciérnagas.

La primera vez que la vi fue hace como unos 30 años en que había un boom por studio ghibli y todas las animaciones japonesa que llegaba a nosotros allá por los años 90's pero que, a diferencia de Castillo vagabundo, mi vecino Totoro o la princesa Mononoke, estaba basada en hechos reales y se contextualizaba en la segunda Guerra mundial lo que elevó mi perspectiva adolescente de la animación de pasar a ser simples caricaturas a ser una herramienta para abordar el pasado de una manera crítica y poder visibilizar el drama de quienes encarnan las penurias que implican las guerras en todo tiempo y circunstancia y analizar la verdadera naturaleza de las personas.

La película 🎥 🎥 🎥 nos hace partícipes del drama de dos hermanos que, tras el asesinato de su madre durante los bombardeos estadounidenses a Japón en la segunda guerra mundial, quedan huérfanos y quedan bajo el resguardo de un familiar, de una tía, que resulta, como en todo drama, en un nefasto personaje pues encarna en sí una parte de las sombras de la naturaleza humana pues no sólo termina aprovechándose de los pocos recursos y de la vulnerabilidad de sus sobrinos sino que ejerce sobre ellos una violencia psicoemocional y además llega a racionarles los alimentos de forma inhumana. Cansados de vivir en esa situación, arrebatados y despojados de su inocencia, de su infancia, de sus ilusiones y de sus sueños, logran encontrar un refugio, un lugar seguro al cual escapar y poder protegerse y cuidarse mutuamente, y deciden sacar sus cosas e irse de la casa de la tía. Mientras sacan sus cosas y hacen el trayecto al refugio los hermanos nos hacen partícipes del efímero y fugaz destello de la felicidad en la vida del hombre. Acomodan sus cosas, preparan su comida, juegan y se divierten libres de toda opresión, de toda violencia, juntan un sin fin de luciérnagas para después liberarlas en la noche oscura de su alma, dentro del refugio, alumbrado, por única ocasión, el oscuro drama de su existencia. A partir de ahí pues ya viene el desenlace inevitable: la falta de alimentos, las enfermedades, los robos y los golpes, los bombardeos incesantes y más de la miseria humana hasta que, primero, muere Setsuko por desnutrición y enfermedad y después, un 21 de septiembre de 1945 muere Seita dentro de una estación de trenes engrosando así los números de las estadísticas de los reportes burocráticos de los gobiernos en turno.

Al final la película juega con esta idea metafísica de que después de morir los espíritus de los hermanos pueden, por fin, jugar y disfrutar lo que en vida les fue negado. Tremenda película.

Al final podríamos cambiarle el nombre nipón a Seita y Setsuko por Ahmed, un niño palestino que tiene que escribir su nombre en su brazo para que puedan idénticar su cadáver en caso de morir en un bombardeo israelí tal como los 17,000 niños que han sido asesinados en Palestina en el 2024 o los 85,000 niños muertos por desnutrición en Yemen, o los niños de Siria, de Somalia. No sé de qué estás hecho si no eres capaz de sentir toda esa muerte y ese dolor sin derramar un llanto de rabia, dolor e impotencia. Vaya pues esta reseña como un pequeño homenaje a todos esos niños víctimas este sistema de mi3rda.

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