Cuando la obsesión se disfraza de virtud: un análisis de Amélie

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Todo en Amélie (Le Fabuleux destin d'Amélie Poulain), desde el primer barrido de cámara por un Montmartre saturado de verdes y rojos, hasta los pequeños gestos de una protagonista que no sabe vivir en su propia piel, nos invita a considerar una pregunta incómoda: ¿qué ocurre cuando la obsesión se disfraza de virtud? Es una pregunta que Jean-Pierre Jeunet nunca formula directamente, aunque lo sugiere con cada plano calculado, con cada mirada evasiva de Amélie Poulain (Audrey Tautou) mientras se adentra en las vidas de los demás como un espectro benévolo pero invisible.

La película llegó en 2001, un año en el que el mundo estaba entrando en una nueva etapa de incertidumbre, aunque nadie lo sabía aún. París, tal como lo presenta Jeunet, no pertenece a ese presente. No es el París de las huelgas, los disturbios ni la expansión vertiginosa de las afueras. Es un París detenido, una reliquia pulida hasta el punto de parecer un escenario. Y el personaje de Amélie es parte de ese escenario, una figura que no camina tanto como flota, arreglando vidas ajenas mientras deja la suya en suspenso.

En la superficie, Amélie es la historia de una joven peculiar que encuentra su propósito ayudando a otros. La película avanza de un pequeño acto de bondad a otro, con Amélie siempre en los márgenes, orquestando cambios que parecen mágicos. Pero lo que la película no dice –y que quizás no quiera decir– es que cada uno de esos gestos está motivado no por amor, sino por una necesidad obsesiva de controlar su entorno.

Los detalles importan aquí, como siempre lo hacen con Jeunet: una fotografía infantil olvidada, una caja de recuerdos escondida detrás de una pared, un álbum de recortes lleno de rostros desconocidos. Amélie construye un universo paralelo a partir de fragmentos, como si pudiera ensamblar el propio en el proceso. Pero cuando finalmente encuentra a Nino Quincampoix (Mathieu Kassovitz), el hombre que parece ser su espejo en la obsesión, su incapacidad para actuar revela la verdad: Amélie no vive en el mundo real. Vive en el mundo que ella misma ha diseñado, donde cada momento está cuidadosamente orquestado y nada se arriesga.

Lo que hace que Amélie funcione –o, al menos, lo que hace que sea tan fácil enamorarse de ella– es su belleza visual. Jeunet construye cada plano como si fuera un cuadro, saturando los colores hasta que la pantalla parece estallar. Los rojos son más rojos, los verdes más verdes, y París se convierte en una especie de utopía estilizada.

Esta estética, sin embargo, es también una trampa. La obsesión de Amélie –y la de Jeunet– se presenta como algo encantador. La forma en que reorganiza los objetos en la vida de los demás, la precisión con la que interviene en sus destinos, se embellece al punto de parecer heroica. Pero lo que vemos, si miramos de cerca, es un control absoluto. Amélie no puede enfrentarse al caos del mundo, así que lo convierte en un rompecabezas, uno donde las piezas siempre encajan porque ella lo decide así.

Jeunet ha explorado la obsesión antes, aunque rara vez con esta suavidad. En Delicatessen (1991) y La cité des enfants perdus (1995), su mirada era más grotesca, más inclinada hacia lo oscuro. Los personajes en esas películas eran esclavos de sus obsesiones, atrapados en mundos que parecían desmoronarse bajo su propio peso. En Amélie, sin embargo, esa misma obsesión se viste de tonos cálidos y música de Yann Tiersen. La diferencia está en el tono, pero no en el fondo: para Jeunet, las personas siempre son prisioneras de sus manías, aunque elijas mostrarlas en un barrio lleno de luces y caricias visuales.

En 2001, el mundo estaba cambiando. La globalización estaba consolidándose, las fronteras parecían diluirse, y la tecnología estaba empezando a desmantelar las formas tradicionales de conectar con otros. En ese panorama, Amélie ofrecía una promesa de algo diferente: un París que no necesitaba internet, donde la conexión se encontraba en el tacto de una caja de madera o en la textura de una fotografía. Pero esa promesa era, en sí misma, un acto de nostalgia.

La obsesión en Amélie es presentada como algo bello, incluso heroico. Pero debajo de esa belleza hay una verdad más incómoda: Amélie no vive por los demás; vive a través de ellos. Sus gestos, por más generosos que parezcan, son una forma de evitar enfrentarse a sí misma. Y aunque la película nos invita a celebrar esa obsesión, también nos deja con la sensación de que algo se ha perdido en el proceso.

Amélie es, al final, un acto de escapismo. Escapismo para su protagonista, escapismo para su director, escapismo para quienes la vemos. Y aunque ese escapismo es hermoso, nos hace preguntarnos: ¿qué ocurre cuando la obsesión se convierte en nuestro único refugio? Quizás Jean-Pierre Jeunet no tenga la respuesta. O quizás ya la sabemos.

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