“Quería hacer una película de monstruos”, dijo Nacho Vigalondo en uno de los tantos portales de cine B que lo entrevistaron tras el estreno de Colossal, su cuarta película, en Estados Unidos. “Tenía una idea loca: un monstruo haciendo la mímica de alguien, como si fuera un avatar gigante del otro lado del planeta”. Una idea no tan alocada si se mira su trayectoria. Oriundo de Cabezón de la Sal, en el norte de España, Vigalondo veía poco cine y leía muchos cómics en un pueblo donde pasaba realmente poco. Fantaseó durante años con convertirse en escritor de historietas o de ficción. Armaba pequeños storyboards y plantas técnicas con sus muñecos y juguetes para ver cómo se movían sus personajes ficticios. Recién cuando pudo dejar su pueblo, inscribirse en la carrera de Comunicación y trasladar su fanatismo por las historietas a la pantalla grande, la idea de hacer cine cobró fuerza.
Comenzó entonces una prolífica carrera como cortometrajista, que le valió la comparación con su coterráneo Álex de la Iglesia. Ganó varios premios en Europa y caminó por la alfombra roja de Hollywood: con apenas veintisiete años, obtuvo una nominación al Oscar al mejor cortometraje por 7:35 de la mañana, que dirigió, produjo, escribió, protagonizó y hasta musicalizó.

No ganó, pero la nominación le abrió un mercado, y tuvo que acelerar sus clases de inglés. Pasaron varios años y más cortometrajes hasta que, de un modo inesperado, filmó con Elijah Wood y la actriz porno fetiche de Steven Soderbergh, Sasha Grey, una película hitchcockiana en clave digital —Open Windows—, estilo La ventana indiscreta: voyeurs que matan, muchas pantallitas, hackers asesinos que no saben tanto de programación, intimidad en la era del imperio digital. La película tuvo un tibio efecto en las taquillas norteamericanas, pero Vigalondo no aspiraba a convertirse en un director de franquicias o de oficio en la industria estadounidense. Prefería mantenerse con un pie adentro y otro afuera, y seguir apostando por su receta favorita: resolver ideas extrañas entre géneros populares y formatos "arty"; es decir, siempre con bajo presupuesto.
“A la idea de los monstruos me pareció interesante sumarle un costado realista. Tratar de hacer algo grande sin tener un gran presupuesto. Pensé que una película de esa magnitud se podía ver por medio de iPhones y televisores. No necesitaba tanta plata para tirarle las imágenes a los espectadores en la cara”. La idea no era desacertada: ¿por dónde se ven las imágenes cuando las catástrofes ocurren al otro lado del mundo? Gracias a este recurso, Vigalondo podría encuadrar a su antojo sin renunciar a la emoción de una ciudad devastada y la gente huyendo despavorida. Pero la película imaginada seguía siendo “una de monstruos” hasta que aparecieron los personajes.
Como en la gran franquicia de Guillermo del Toro, Pacific Rim —esos robots gigantes que pelean contra dinosaurios surgidos de una grieta—, la idea de Vigalondo también partía de una pelea entre dos hombres, hasta que se aburrió. “Hasta que apareció Gloria, y la película se me armó en la cabeza”.
Mal bicho
“¡Esto es como una película de Wes Anderson, Oscar!”, le dice Gloria a su amigo de la infancia, interpretado por Jason Sudeikis, cuando le muestra su bar. La frase no es ingenua; resume el espíritu de Colossal. “Cuando estábamos definiendo cómo contar la película, pensamos: es como una mezcla de Perdidos en Tokio con Godzilla”, dijo Nacho Vigalondo. Suena raro, pero en cierto modo el espíritu del género es híbrido: los monstruos siempre son un pegoteo de cosas.

Viajando en el tiempo, el bicho más famoso —y que marca un quiebre en el género en el siglo XIX— es aquella criatura ensamblada con restos humanos creada por el doctor Frankenstein en la fábula cientificista de Mary Shelley. Otro ejemplo más cercano: Cthulhu, una mezcla entre dragón, pulpo y orangután, engendrada por la mente febril de H. P. Lovecraft durante la primera posguerra. Lovecraft logró que el género compitiera con los grandes popes del alto modernismo; su mayor hallazgo fue justamente la mezcla de recursos y registros (cartas, anotaciones, informes científicos) para explicar a sus criaturas.
Vigalondo, por su parte, es un experto en mezclar cosas. En su primera película, Los cronocrímenes (2007), cruzó el terror con los viajes en el tiempo para aportar una extraña variación al subgénero dramático del cine matrimonial. Con Colossal también: comienza como una típica comedia romántica norteamericana. Una chica aspirante a escritora que, luego de ser echada de su casa por su novio oficinista —cansado de su alcoholismo y su vida de fiestas—, vuelve a su pueblo natal. En los primeros minutos se reencuentra con Oscar, su amigo de la primaria, que nunca se fue del barrio y ahora administra el bar de su padre.
Rápidamente, se sugiere —a través de miradas y chistes— que entre ellos hubo alguna clase de química en el pasado. Gloria se instala en la casa materna, Oscar le consigue trabajo en su bar, y todo parece encaminarse. Hasta que Vigalondo, con truenos y rayos de por medio, tuerce el género: conecta a Gloria, inconscientemente, con un monstruo que atormenta la ciudad de Seúl, en Corea del Sur. Es decir, mezcla la comedia romántica con un género que pareciera estar en las antípodas no solo narrativas, sino también espaciales y culturales: el kaiju.
Clásico género japonés, el kaiju surgió en 1954, en plena posguerra japonesa, cuando la compañía Toho quiso adaptar a la audiencia nipona un monstruo similar a King Kong. Godzilla fue entonces una interpretación oriental del cine de catástrofes hollywoodense, pero con un "twist": el monstruo era el resultado de una mutación genética provocada por la bomba atómica. Un enorme lagarto, modelado por los gases tóxicos y la radiación, que atormentaría el inconsciente colectivo japonés como advertencia permanente, aunque con los años terminaría volviéndose amigable y hasta héroe popular.

“No quería usar el género para contar otra cosa. Quería hacer una película que lo respetase”, dijo Vigalondo. “Mi intención nunca fue la sátira o la parodia. Cuando estaba escribiendo Colossal, traté de hacer una película kaiju que se adaptara
a mi forma de escribir. Porque, en el fondo, hasta en las películas de monstruos, lo que más importa son las personas”.
Si en la clásica película kaiju el trauma es social —el monstruo como castigo colectivo—, ¿por qué no volverlo individual? La pregunta que se hizo Vigalondo fue: ¿por qué no poner a cuatro amigos tomando cerveza en un bar, hablando de banalidades, sin dejar de hacer una película de catástrofes? Porque, en el fondo, como sugiere Vigalondo, las catástrofes no surgen de la nada: empiezan con la acción de una sola persona.
La violencia está en nosotros
Esa cosa híbrida —un monstruo como proyección del inconsciente, actuando en Corea— abre el juego a múltiples interpretaciones. ¿Qué representa para Gloria el hecho de que sus movimientos se vean replicados en ese cuerpo monstruoso que, ante el menor descuido, mata a miles de civiles?
De a poco, la película va cerrando su arco hacia la relación entre Oscar y Gloria, de un modo extraño y perturbador. “Es bastante autobiográfica. Yo soy ella la mayoría de las veces. Me pongo en sus zapatos. Puedo sentirla. Al comienzo, su situación de estar totalmente fuera de control; estuve ahí. Obviamente no en los mismos términos, pero estuve fuera de control”, explica Vigalondo sobre el tercer gran giro que lleva a Colossal hacia una zona que toca violencia de género, derechos de la mujer y machismo.
Razón por la cual, también, Anne Hathaway se sintió atraída por el papel. Porque además de ser un entretenimiento que oscila entre el drama y la comedia, entre la sitcom y la catástrofe, la película toma todo el tiempo el punto de vista de Gloria. Según Hathaway, es el papel más personal que interpretó. “Gloria me atrajo inmediatamente. Es un personaje que tiene todas esas cosas que no queremos ver en las personas: puede ser dulce y narcisista, cuidadosa y al mismo tiempo autodestructiva. Es grande y no sabe bien qué quiere hacer de su vida. Y es de un modo inusual que encuentra un sentido a las cosas. Muchas veces depende del contexto: un mismo personaje puede ser un monstruo o un héroe. Me pareció interesante tener las dos posibilidades en una misma película”.
Jason Sudeikis, comediante de la última camada de Saturday Night Live, interpreta a Oscar, el amigo de la infancia de Gloria. Un típico gandul de barrio: absorbido por la inercia, se quedó en el pueblo, heredó el bar de su padre muerto y pasa sus días tomando cerveza con sus amigos, hablando de un pasado glorioso que apenas se sostiene en su memoria.
“Hay algo realmente oscuro en los comediantes: Bill Murray, Robin Williams, Jim Carrey. Incluso cuando interpretan personajes que nos complacen, se puede ver el costado demoníaco. Me encanta eso”, dijo Nacho Vigalondo sobre Sudeikis, cuyo personaje muta, con sutileza, del buen tipo bonachón al macho violento, abusivo y golpeador.

Es extraño que una película de género, que salta de la comedia romántica al kaiju, termine tocando un tema tan vigente como la violencia de género. Incluso llegó a provocar que asociaciones norteamericanas a favor de los "derechos de los hombres" (sic) se manifestaran en su contra. “Es un tema muy común en España: el hombre que abusa de su condición. Algo que en Estados Unidos recién empieza a hacerse público”, dijo Vigalondo. “Y en cierto modo, cuando escribí el papel de Oscar y lo llevé a sus máximas consecuencias, me di cuenta de que él también era parte de mí, pero una parte que no quiero que me represente. Por eso había algo importante: tenía que mostrar a Oscar pidiendo perdón. Porque es algo común en los abusadores. No son malos todo el tiempo; tienen gestos de arrepentimiento, intentan recomponer las cosas, volver a dominar la situación. Como Gargamel de los Pitufos. Son violentos y agresivos, y rápidamente parecen arrepentirse, piden perdón... pero después vuelven a ser agresivos y violentos. Es un ciclo del que nunca salen. Y esa es la verdadera monstruosidad”.
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