Cualquier cosa relacionada al maltrato animal por puro divertimento amparado en la cultura me parece una atrocidad, dicho esto, un registro fílmico de eso me parece doblemente atroz, por lo cual posiblemente mi distancia con la nueva película de Albert Serra no fue un buen comienzo. Y sin embargo, como suele ocurrir con lo que incomoda, ahí mismo se gestó el interés. Serra, que ya hizo del manierismo un método de observación —casi de acecho—, parece encontrar en la tauromaquia no una forma de arte sino un cadáver que se niega a dejar de sangrar. Es una película muda en el sentido más puro: se calla justo donde uno pediría una intervención, y cuando habla, lo hace desde la contemplación ritual, sin guiños morales. Entonces: ¿es Tardes de soledad un documental taurino? ¿Una coreografía mortuoria? ¿Una elegía del macho? ¿Una provocación? Probablemente sea todo eso junto.
Dicho esto, tengo que ampararme en que hay grandes películas, particularmente documentales, que se han hecho a cuestas del sufrimiento animal. No justificándolo, sino amparándose en su existencia para contar historias más o menos directas, no necesariamente cayendo en el animalismo o en la propaganda anti maltrato animal, que lejos de estar mal, a veces puede caer en propuestas simplistas. Hay algo en esa distancia incómoda que el cine sabe convertir en dispositivo. Basta pensar en Le sang des bêtes de Franju o en Sweetgrass de los Castaing-Taylor. Películas donde el animal no es personaje ni víctima, sino testigo de una mecánica humana que lo devora. Serra no es ajeno a ese linaje. Si en Pacification coqueteaba con el poder como espectáculo decadente, acá lo reduce al gesto más primitivo: matar, ser aplaudido por eso, repetir. Y sin embargo, su cámara no acusa. La provocación está en no provocar explícitamente.

Tardes de soledad sigue a Andrés Roca Rey, uno de los toreros más populares y jóvenes del mundo, durante una serie de corridas en plazas de España. Serra opta por una estructura casi sin narrativa: la cámara registra la preparación del torero, los rituales íntimos con su cuadrilla, las caminatas al ruedo, y finalmente, las faenas. No hay entrevistas, ni música, ni montaje explicativo. El documental observa con un ascetismo hipnótico y violento, sin eludir la sangre ni el silencio.
La figura de Andrés Roca Rey es, en sí misma, un punto de tensión. Joven, mediático, técnicamente dotado y carismático, el peruano se ha transformado en el último gran héroe de un espectáculo que parecía, al menos desde cierta mirada progresista, condenado a morir. Pero no. A pesar de la caída de subvenciones, de la crítica constante en redes y del hartazgo generacional, la tauromaquia se resiste a su desaparición como se resiste todo lo que alguna vez se creyó épico. Serra lo entendió rápido: no hay nada más posmoderno que una tradición agonizante interpretada por un influencer. Mientras algunos datos hablan de la disminución de las corridas, otros —como la recuperación de plazas simbólicas, los llenos en Sevilla o la reaparición de figuras juveniles— muestran que la cosa todavía respira. En ese contexto, Roca Rey no es solo un torero, es un símbolo: del show, del anacronismo, de la crueldad como estética, del poder viril legitimado por siglos de sangre. Serra lo filma como si fuera el último emperador de un imperio que no sabe que ya colapsó.
Estrenada en San Sebastián, donde recibió nada menos que la Concha de Oro, Tardes de soledad entra de lleno en la lista de obras que, por más incómodas o polémicas que resulten, se instalan con una legitimidad institucional que las vuelve imposibles de ignorar. Porque una cosa es filmar la tauromaquia desde una esquina amateur o antropológica, y otra muy distinta es hacer de la corrida un lienzo fílmico, colocarle dos laureles encima y enviarla a circular por festivales como si se tratara de un Bergman menor. Lo que premia el jurado, consciente o no, es una postura estética tan radical como reaccionaria: la violencia ritual elevada a arte, la belleza del sacrificio, el ballet sangriento en tiempo real. Y ahí Serra no decepciona.
Más allá del galardón, lo que sorprende es la coherencia formal con la que el catalán lleva su interés por lo arcaico, lo masculino, lo simbólicamente brutal, a un punto casi de no retorno. En sus decisiones estéticas —el plano fijo contemplativo, la cámara que apenas se mueve, la repetición de gestos hasta lo ridículo— no hay voluntad de redención ni crítica. Hay goce formal. Y eso es lo más provocador del asunto: Tardes de soledad no intenta explicar la tauromaquia, la glorifica como si fuera una coreografía cósmica entre el cuerpo humano, la muerte y la pulsión de aplauso. Una misa sin cura, pero con mártir.
En Uruguay, la película vio la luz del proyector gracias a Cinemateca, dentro de la Competencia Internacional del 43º Festival Cinematográfico Internacional del Uruguay. Y como era de esperarse —porque a veces la lógica festivalera también cruza el charco—, otro jurado con juicios discutibles le otorgó el premio a Mejor Dirección, compartido nada menos que con Misericordia de Alain Guiraudie. Lo cual ya es, en sí mismo, una afirmación estética y política de peso.
Que una película que retrata sin filtros (y con bastante fascinación) el acto de matar animales por entretenimiento sea premiada en un contexto que se precia de progresista, revela algo de la ambigüedad cultural en la que navegamos. Pero también es una prueba del poder formal de Serra: hay algo en esa sobriedad extrema, en ese montaje minimalista y ritualizado, que hipnotiza incluso a quienes deberían —al menos por decoro— levantar una ceja. Uruguay, al fin y al cabo, sigue premiando el gesto autoral aunque venga bañado en sangre brava.

No hay que confundirse. Tardes de soledad es, en su núcleo duro, una oda a la tauromaquia. En muy pocos pasajes parece darse cuenta de la belleza que cree estar retratando, y cuando lo hace, recurre a una distancia un tanto humillante para con algunos de los elementos que giran en torno a su personaje central. Lo afeminado, atolondrado y performático —que en cualquier otra disciplina artística o deportiva sería festejado como riqueza expresiva— acá aparece como un residuo kitsch que Serra filma entre la ironía y el desprecio. La escena en que Roca Rey es vestido por su cuadrilla, como una suerte de muñeco sagrado, se alarga en el tiempo hasta rozar lo grotesco. No por lo que muestra, sino por cómo lo muestra: el macho siendo tocado, adornado, embellecido por otros hombres, como si de pronto la tradición misma se contradijera y el “héroe viril” se transformara en una figura de opereta.
A eso se suman los asistentes, los “patiños” de Roca Rey, que celebran cada uno de sus gestos con un entusiasmo tan automatizado como tragicómico. Aplauden, lo contienen, le hacen de psicólogos, de escuderos y de cheerleaders. Pero eso no alcanza para exonerar a Serra. Porque si bien la película a veces parece sugerir que hay algo risible en este espectáculo decadente, lo cierto es que su puesta en escena —tan plástica, tan coreografiada, tan quieta— termina siendo cómplice del ritual que retrata. Serra se limita a mirar, pero su mirada es de un esteticismo que, por momentos, bordea el fetichismo. El toro muere, la sangre corre, el público aplaude, y la cámara apenas parpadea.
La repetición como estructura narrativa, como estética e incluso como postura política es, sin dudas, uno de los pilares de Tardes de soledad. Ver una y otra vez a Roca Rey prepararse, ejecutar, triunfar y recibir ovaciones, sin variaciones emocionales, sin una curva dramática, sin una fisura por donde se cuele el mínimo gesto humano, no hace más que explicitar la fascinación de Serra. Una fascinación casi religiosa, que busca establecer como bello algo que, confrontado racionalmente, no se sostiene. La cámara no indaga: simplemente mira, y al mirar una y otra vez con la misma distancia, produce una forma de hipnosis, pero también una imposición. La belleza no se argumenta, se insiste. Y Serra insiste como si el solo acto de repetir pudiera purificar lo que muestra.

Esa obstinación formal también tiene consecuencias en la construcción del personaje. Nunca escuchamos a Roca Rey hablar. No hay entrevistas, no hay confesiones, no hay una mísera escena en la que el torero sea más que su rol. No hay infancia, no hay vínculos, no hay interioridad. Sólo hay cuerpo, traje, sangre y aplausos. El espectáculo convertido en totalidad, y el hombre diluido en su performance. Eso, por supuesto, no es casual. Serra no quiere al ser humano, quiere al ídolo. Lo místico, lo inalcanzable, lo decorado y vaciado de contenido. Un cuerpo que se mueve, que brilla, que arriesga la vida, pero al que jamás se le permite ni la palabra ni el titubeo.
En ese silencio sistemático hay una forma de dominación sutil, pero brutal. Porque callar a alguien no siempre es negarlo: a veces es consagrarlo. Y consagrar a Roca Rey en estos términos es también dejar claro que lo que importa no es lo que siente, ni lo que piensa, ni lo que teme, sino únicamente lo que representa. Un ícono del sacrificio masculino, una máquina de rituales, un cuerpo ofrecido a la cámara y al público. Una postal, que lejos de hermosa, es profundamente hueca e inmoral.

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