Laberinto de espejos

En el corazón de un laberinto de espejos olvidado en un parque de atracciones desmantelado, yacía un secreto que el tiempo y la desidia se habían esforzado por ocultar. No era el óxido crujiente de las estructuras metálicas ni el polvo espeso que cubría cada superficie lo que infundía un terror frío, sino la ausencia total de reflejos en uno de los espejos.
Nadie recordaba cómo había llegado allí ese espejo anómalo. Los más ancianos del pueblo susurraban que siempre había estado, una anomalía silenciosa en un lugar diseñado para la ilusión y el engaño visual. Los niños, atraídos por lo prohibido, se acercaban con cautela, estirando sus manos temblorosas hacia la superficie lisa y oscura, solo para encontrar un vacío donde debería haber estado su imagen.
Una noche tormentosa, Elara, una joven artista fascinada por lo macabro y lo inusual, se aventuró en el parque abandonado. Había oído las leyendas del espejo sin reflejo y su curiosidad, más fuerte que cualquier advertencia, la había llevado hasta allí.
Con la luz de su linterna danzando sobre las paredes cubiertas de grafitis descoloridos, Elara finalmente encontró el laberinto de espejos. La mayoría estaban rotos o empañados, devolviendo imágenes fragmentadas y distorsionadas de su rostro. Pero en el centro, intacto y ominoso, estaba el espejo sin reflejo.
Se acercó lentamente, el corazón latiéndole con fuerza en el pecho. La superficie era perfectamente lisa, como obsidiana pulida. Al mirarlo, no vio nada: ni su rostro pálido iluminado por la linterna, ni el contorno del laberinto detrás de ella. Era como mirar hacia un agujero negro en la realidad.
Extendió la mano, dudando por un instante antes de tocar la superficie fría. Una oleada de estática recorrió su brazo, y por un instante, sintió una punzada de vértigo, como si estuviera a punto de caer en un abismo invisible.
Retiró la mano rápidamente, con el ceño fruncido. No había nada inusual al tacto, pero la sensación de vacío persistía. Decidió rodear el espejo, examinándolo desde todos los ángulos. No había marco visible, ni costuras, ni nada que indicara que fuera diferente de los demás, excepto por su misteriosa falta de reflejo.
Mientras daba la vuelta, notó algo que la heló hasta la médula. En el espejo directamente opuesto al anómalo, donde debería haberse reflejado el vacío, vio una figura.
No era su reflejo. Era una silueta oscura, vagamente humanoide, pero distorsionada y alargada, como si estuviera hecha de sombras danzantes. No tenía rostro discernible, solo dos puntos rojos brillantes que parecían observarla desde la oscuridad.
Elara se giró bruscamente, pero no había nadie detrás de ella. Volvió a mirar el espejo sin reflejo, y luego al espejo opuesto. La figura seguía allí, inmóvil, observándola con esos ojos rojos penetrantes.
Un escalofrío recorrió su espalda. No era un reflejo de nada en este mundo.
Con el corazón latiéndole a mil por hora, Elara retrocedió, tropezando con los fragmentos de espejos rotos en el suelo. La figura en el espejo opuesto pareció moverse ligeramente, inclinando la cabeza como si la estuviera estudiando.
De repente, los puntos rojos brillaron con más intensidad, y Elara sintió una punzada de dolor agudo en la sien, como si algo invisible intentara entrar en su mente. Un susurro frío, ininteligible pero cargado de una malevolencia ancestral, pareció resonar en el aire.
Aterrorizada, Elara corrió. Corrió a través del laberinto destrozado, las imágenes distorsionadas de los espejos rotos burlándose de su desesperación. No se atrevió a mirar atrás, pero sentía la presencia oscura persiguiéndola, los puntos rojos quemando su nuca.
Finalmente, salió del laberinto y se precipitó fuera del parque abandonado, sin detenerse hasta llegar a la seguridad de su hogar.
Pero la experiencia la había marcado para siempre. Cada vez que se miraba en un espejo, por un instante, temía ver no su propio reflejo, sino la figura oscura con los ojos rojos brillantes observándola desde el vacío.
Nunca contó su historia a nadie, sabiendo que sonarían como las divagaciones de una mente perturbada. Pero en las noches de tormenta, cuando el viento aullaba como un lamento olvidado, Elara sabía que la figura seguía allí, atrapada en el espejo sin reflejo, esperando el momento de cruzar al otro lado y reclamar lo que fuera que hubiera perdido en ese laberinto olvidado.
Y a veces, en la quietud de la noche, juraba escuchar un leve susurro proveniente de la oscuridad, un recordatorio constante de que hay terrores que no se reflejan en la superficie, sino que acechan en las profundidades de lo invisible.

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