A fuego lento (Tran Anh Hung, 2023). Un ritual para los sentidos

Spoilers

Una cosa es ver, otra sentir. Infinidad de títulos centrados en el arte culinario se quedan en lo meramente referencial o en el registro televisivo, pero pocos logran sacudir el paladar. Cuando en el cine las palabras elegancia y exquisitez no son malas palabras, hay que sacarse el sombrero, o mejor dicho en esta ocasión, descorchar un buen vino. Los curiosos mecanismos de traducción han querido llamar A fuego lento a una película cuya clave está en su título original: La pasión. Basada en la novela El apasionado epicúreo. La vida y la pasión del gourmet Doddin Bouffant (Marcel Rouff, 1924) e inspirada en el gastrónomo Antheime Brillat-Savarin, la cocina adquiere un matiz religioso, porque recoger las verduras del huerto, preparar cada plato, servirlo a los comensales y degustarlo sin prisa es un ritual al que la cámara se consagra con el tiempo suficiente, como si estuviéramos en esa cocina gigante. Quienes ofrendan este arte a los demás, lo saben. Y del mismo modo que los comensales disfrutan de exquisitos platos, como espectadores somos seducidos por las texturas de imágenes que, partiendo de un ámbito cotidiano, nos hechizan, nos hacen perder entre aromas y humos que salen de grandes ollas. Nada tiene que ver lo anterior con la orgía gastronómica de otras películas ni con la consabida manipulación romántica de títulos más propensos a la banalidad, sino con un saber atravesado por el erotismo, la sugerencia, la espera. Y en este combo de sensualidad, el amor y la muerte aparecen ensamblados, pero siempre alejados del vértigo, de la espectacularidad. Basta ver la sutileza con la cual ciertos signos funcionan como indicios de un orgasmo acompasado, sea una fruta madura, un gato maullando cada vez que un plato se acerca, una comida en ebullición o los sonidos de deleite que profieren quienes degustan cada manjar. El tiempo del siglo diecinueve, con sus lentos movimientos y su pausada percepción, es captado por una cámara que abraza a ese mundo y a esos personajes como si fuera parte del núcleo familiar. Al fin y al cabo, se trata de la captura de un momento ligado a lo sublime. Como decía el filósofo hedonista Epicuro, quien sobrevuela como un fantasma alrededor de esa cocina, “la vida vale menos por la cantidad que por la calidad. Breve, pero intensa y filosófica, tiene más consistencia que larga e ingenua. Vivir bien conduce a morir bien.”

La primera media hora es prácticamente una coreografía creada a partir del trabajo sincronizado de manos y paladares, una fiesta de movimientos acompasados en busca de la perfección, y la prueba de que en el cine, además de ver, los otros sentidos también pueden activarse. Orden y armonía, al igual que en la música, dan cuenta de una mecánica gobernada por la belleza de lo efímero. Esta especie de intervención divina es difícil de explicar con palabras, y tampoco se habría logrado sin la iluminación de sus protagonistas, empezando por Juliette Binoche, a esta altura un hito sagrado de la pantalla grande. Juliette habla con su rostro, murmura con su cuerpo y, en esta historia, es Eugénie. Decir que es cocinera sería empobrecer su naturaleza con un adjetivo. Eugénie posee sabiduría y trabaja a la par de Dodin Bouffant (Benoît Magimel), apodado “el Napoleón de las artes culinarias”. Él le ha propuesto casamiento por más de veinte años, pero ella elige ser cocinera antes que esposa. Contrariamente a lo que podría pensarse o subrayarse en términos de desigualdad de género, en la labor que llevan a cabo, el reconocimiento es para ambos. El grupo reducido de invitados que acude al castillo no termina nunca de agradecer la experiencia de saborear cada menú e insiste en que Eugénie ocupe un lugar en la mesa. Los argumentos que ella esgrime son infalibles: ningún excelente resultado podría conseguirse sin que estuviera detrás de cada preparación. Como en las películas clásicas, la ilusión no se nota; la magia permanece escondida detrás. De este modo, los espacios se dividen por necesidad y sabiduría, se respetan como tales, sin que ello atente contra el valor de lo comunitario.

Hay un aspecto singular en esta historia ambientada en el siglo XIX de Balzac y de tantos nombres importantes: nada se fuerza discursivamente ni se cacarea. Nada parece ocurrir en el mundo más allá del escenario dramático del castillo. Cada cual entiende su rol, lo ejerce con amor y muestra empatía hacia el resto. Quienes más tienen comprenden que el legado del conocimiento puede ser absorbido por quienes carecen de la misma comodidad. No hace falta ser políticamente correcto para torcer aspectos del pasado con anacronismos infantiles o poses de niño caprichoso. Por supuesto, existen momentos de tensión social, acciones cotidianas que dan cuenta del marco general de la época, pero los maniqueísmos son sutilmente derribados cuando la voluntad de enseñar y el deseo de aprender unen dos universos que sabemos irreconciliables. En este sentido, el personaje de la niña (Pauline) que los acompaña y que tiene un don para saborear y reconocer los gustos y los sabores es clave. Proviene de una familia humilde, le apasiona el lugar que ocupa y se involucra afectivamente con ellos. Sus padres entenderán que ésa es su vocación. En este universo rural de la campiña francesa, más allá de la lógica patriarcal, los roles femeninos están positivados. No hay una voluntad por arreglar el mundo, porque eso es imposible, pero al menos sí un intento por pensarlo en términos inclusivos, sin disfraces ni imposturas. Por ello, el diálogo final roza lo sublime con pocas palabras, apenas una pregunta, una respuesta y la sinceridad respecto de un código de entendimiento que sella el amor, bien lejos de la idealización y de los clisés.

La idea de tensión debe entenderse acaso como una calma prolongada ante una tormenta inminente, y del mismo modo se traslada esa sensación al vínculo amoroso entre Dodin y Eugénie, desarrollado con la misma capacidad de sugerencia y sensibilidad que las preparaciones de cada plato. Se trata de una relación sostenida en el tiempo que dilata la formalidad. Es Eugénie quien tiene en claro que un papel o un pacto convencional atentan contra la magia de mirarse y reconocerse cada mañana. Y es también Dodin quien entiende cuál es el momento de consagrarse definitivamente a Eugénie, rezagado detrás de la inteligencia de una mujer que irradia misterio. Siempre hay algo por descubrir, como en la cocina. El peor pecado en ambas esferas es la ansiedad. Y la película misma es un impedimento para los arrebatados. La misma forma en que se monta coreográficamente cada elaboración culinaria demanda un tiempo imposible de concebir para quienes gustan de atracones audiovisuales. Puede que la película, en su segunda mitad, caiga presa de un virtuosismo con menos alma, pero el impacto sensitivo de la primera parte —la relación entre erotismo y gastronomía desplegada en términos de puesta en escena— es una de las cosas más maravillosas que le sucedieron al cine en mucho tiempo.

¿Comer, rezar, amar? No necesariamente. Sentir, respirar, tocar, gozar. De algún modo, la confirmación de lo que alguna vez sostuvo Robert Bresson, uno de los más grandes cineastas de la historia: “Tu película no está hecha para pasear los ojos, sino para penetrar en ella y ser absorbido por entero”.

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