"Luces al atardecer": crónica de una derrota anunciada (Aki Kaurismäki, 2006) 

Una película finlandesa que comienza y termina con un tango de Gardel: sólo Kaurismäki “Luces al atardecer” (2006) es la última película de la trilogía que conforman lo que el director dio a llamar su “Trilogía de los perdedores”, una serie de films poblados con personajes que atraviesan conflictos de trabajo, vivienda, soledad. Completan la trilogía las películas “Nubes pasajeras” (1996) y “Un hombre sin pasado” (2002).

La tercera parte de la trilogía retoma temáticas de las dos anteriores, pero desplaza el eje, fundamentalmente, hacia la idea de la soledad. Koistinen, vigilante nocturno de un shopping céntrico de Helsinki, es el “perdedor” definitivo: maltratado en el trabajo por jefes y compañeros por igual, sin amigos, abrumado por la indiferencia social y víctima de una intriga criminal que lo llevará a prisión. La inclusión de los tangos “Volver” y “El día que me quieras” –que abren y cierran el relato– enmarca su recorrido en un bucle melancólico que anticipa la derrota y el anhelo de una dignidad que nunca se termina de alcanzar.

Visualmente el film condensa la poética de lo nocturno y la luz artificial que atraviesa toda la obra de Kaurismäki. El célebre plano del carrito de salchichas atendido por Aila –la única amiga de Koistinen– homenajea a “Nighthawks” (1942) de Edward Hopper: la composición frontal, el vidrio que aísla a los personajes y la penumbra urbana acentúan la sensación de soledad en la gran ciudad. Esa cita pictórica no es sólo un homenaje: articula la idea de un tiempo suspendido donde la modernidad exhibe sus vitrinas, pero deja fuera a quienes no pueden consumirla.

Además de los tangos, la banda de sonido recurre a rockabilly y baladas que emergen de radios portátiles, bares o del pequeño transistor que acompaña a Koistinen durante sus rondas. La radio –uno de los objetos fetiche del director– funciona como indicador de pertenencia: es el aparato que informa, pero también ahuyenta la soledad. Kaurismäki ha defendido la economía de los diálogos señalando que la música “dice mucho y evita palabras innecesarias”; una decisión coherente con su sistema de signos minimalistas.

Entre esos signos aparece, nuevamente, un perro. Koistinen nota un perrito atado sin agua frente a un bar, hace días, y al increpar al dueño recibe una golpiza que el director decide no mostrar: la cámara se queda dentro del local, encuadrando la mesa vacía, mientras los agresores salen y regresan sonrientes. La elipsis confirma la conocida reserva de Kaurismäki frente a la violencia explícita: “Nunca me gusta mostrarla. Y no quiero verla en el cine, especialmente cuando es cómica”, declaró en una entrevista. El fuera de campo preserva la dignidad del protagonista y subraya que lo insoportable no necesita imagen; basta la constatación de su existencia.

Kaurismäki prescinde entonces de las dos golpizas decisivas: la del bar y la que los sicarios propinan al protagonista tras su intento de venganza. Ambas suceden fuera de cuadro; lo que el espectador ve son las consecuencias –el cuerpo lastimado, la sangre en la camisa–. La violencia se sugiere para mostrar lo realmente importante: la respuesta del personaje y el entorno que lo abandona.

Desde “Sombras en el paraíso” hasta “Fallen Leaves”, los perros son compañeros mudos que observan a los humanos tropezar. El propio director lo admite con ironía: “Me gustan los perros; de la humanidad no me interesa demasiado”. En “Luces al atardecer”, el perro simboliza tal vez la solidaridad que Koistinen no recibe de sus congéneres.

Esa solidaridad sí la encarna Aila, la vendedora del puesto de salchichas. Su vínculo con Koistinen (no sabemos hace cuánto se conocen ni en qué grado) se sostiene en gestos mínimos: una comidaofrecida sin cobrar, un silencio compartido bajo la luz fluorescente y, al final, una mano que se posa sobre la de él cuando todo parece perdido. El film sugiere que la salvación no provendrá del sistema judicial ni de la clemencia de los mafiosos, sino, como en las otras películas de la trilogía, en la red de afectos (mucho más modesta en esta oportunidad): una mujer que escucha, un perro que espera, una radio que suena en mitad de la noche.

Aila, la vendedora del carrito de salchichas, muestra interés por él desde el inicio: lo trata con amabilidad, le ofrece comida sin cobrarle, intenta entablar conversación. Pero frente a esa disponibilidad, Koistinen responde con una frialdad mecánica. La cámara de Kaurismäki enfatiza esa asimetría: ella lo mira con atención, él apenas sostiene la mirada. En contraste, la relación con Mirja, la femme fatale que lo seduce como parte del plan criminal, revela la vulnerabilidad de Koistinen, que se entrega sin reservas y completamente ajeno a todos los indicios de la traición.

Al igual que “Nubes pasajeras” y “Un hombre sin pasado”, la tercera pieza del tríptico sitúa la acción en un presente indefinido, donde los objetos parecen provenir de décadas distintas. Esa atemporalidad, podríamos decir, subraya la tesis política: la precariedad laboral, la exclusión y la soledad no son contingencias de una crisis específica, sino estructuras permanentes del capitalismo tardío. Al final, Koistinen pronuncia un escueto “No voy a morir” y acepta la mano de Aila.

La trilogía se cierra sin clausurar los conflictos que plantea, y el final de “Luces al atardecer” es más ambigüo y menos feliz que en las otras películas. Pero la dignidad de Koistinen, inquebrantable a pesar de la derrota, confirma lo que Kaurismäki afirmaba: cuando no hay esperanza, no hay motivo para el pesimismo. En ese oxímoron reside la potencia de su cine: mostrar, con la menor cantidad posible de elementos, la persistencia obstinada de la humanidad —y de sus perros— frente a un mundo que se obstina en negarla.

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