🖤👽🩸 El Encuentro con lo Innombrable

Saludos, estimados lectores. Hoy me aventuro en un relato que, a diferencia de las gestas de superhéroes, nos sumerge en el gélido abrazo del terror puro. Olviden las capas y los vuelos; esta es una historia sobre la oscuridad que acecha donde menos la esperamos, y de cómo un encuentro inesperado puede redefinir la propia noción de la supervivencia.


Era una noche como cualquier otra en la plataforma de perforación, la “Hadley’s Hope IV”, perdida en el vasto silencio del espacio profundo. Yo, un simple técnico de mantenimiento, me movía entre los corredores metálicos, mis pasos resonando en el vacío. La rutina era mi único consuelo: chequear paneles, ajustar conductos, ignorar el tic-tac monótono de las luces fluorescentes. Pero esa noche, ese tic-tac sonaba distinto. Una vibración, apenas perceptible al principio, comenzó a crecer, colándose por el suelo bajo mis botas. No era un fallo de la maquinaria; era algo más… orgánico.

La alarma aún no había sonado, pero mis nervios ya estaban gritando. Me detuve frente a una compuerta que conducía a la sección de contención de muestras. Había un arañazo fresco en el metal, uno profundo, como si algo con garras afiladas hubiera intentado abrirse paso. Mi corazón empezó a bombear un ritmo frenético, un redoble de tambores en mi pecho. Recordé los susurros de la tripulación sobre el "cargamento" que habíamos recuperado de LV-426, una forma de vida xenomorfa, encerrada en una de esas cápsulas criogénicas. Se suponía que estaba segura.

Un sonido, un chasquido húmedo y sibilante, provino del otro lado de la compuerta. Era bajo, casi imperceptible, pero lo suficientemente claro como para helarme la sangre. Me pegué a la pared, tratando de diluirme en la sombra. La puerta, con su grueso blindaje, parecía ridículamente frágil de repente. El chasquido se repitió, más cerca esta vez, seguido de un goteo rítmico. Metálico, ácido, inconfundible.

Y entonces lo vi. No de golpe, no en toda su horripilante gloria, sino un destello. Una silueta alargada, más oscura que la sombra, se deslizó por la rendija bajo la puerta, una cola segmentada, fina y letal. El aire se volvió denso, cargado de un olor a ozono y a algo biológico que no podía describir, pero que mi cerebro gritaba que era peligro. La luz parpadeante del pasillo se reflejó por un instante en una superficie negra y brillante, un brillo aceitoso que parecía absorber la poca luz que había.

La cola se retractó con un sonido resbaladizo, como una anguila deslizándose por el barro. La compuerta gimió. No se estaba abriendo, no. Se estaba deformando. El metal cedía, abombándose hacia mí. El monstruo no intentaba abrirla; la estaba doblando, desgarrando con una fuerza inimaginable. Sentí la vibración en mis huesos. El pánico me inundó. Mi respiración se cortó, y mis músculos se tensaron hasta el límite. Supe, en ese instante, que estaba viendo a la muerte encarnada.

En un último acto de supervivencia, mi cuerpo reaccionó antes que mi mente. Giré sobre mis talones, mis botas apenas rozando el suelo, y corrí. Corrí como nunca había corrido en mi vida, dejando atrás el sonido del metal crujiendo y el goteo constante. La memoria de esa silueta, de ese brillo ominoso en la penumbra, se grabó a fuego en mi mente. No lo olvidaría jamás. No se puede olvidar lo que es la perfección biológica del horror.

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