Hay heridas que no sangran, pero pesan como si arrastraras un árbol entero en el pecho. Recuerdo ese tiempo en que los días se alargaban como si el reloj supiera lo que estaba por venir. La casa olía distinto, la comida no sabía igual y los abrazos se quedaban a medias porque todos evitaban hablar de lo que ya era inevitable.
En medio de ese silencio, llegó a mí una historia. No un cuento de hadas, ni una fábula con moraleja fácil, sino algo más parecido a esas leyendas antiguas que los abuelos contaban cuando se iba la luz y las sombras crecían en las paredes. Una historia donde un niño era visitado por una criatura hecha de raíces y siglos, que no venía a rescatarlo, sino a obligarlo a mirarse de frente.
Aquel ser enorme le dijo: “Te contaré tres historias y, cuando termine, tú me contarás la tuya”. Y de inmediato supe que yo también debía enfrentar la mía.
Nunca nadie me explicó cómo se espera la muerte de una madre. Nadie me enseñó que se puede amar tanto a alguien y, al mismo tiempo, desear que ese dolor desaparezca. No por uno, sino por ella. Y eso me dolía más que cualquier otra cosa, porque nadie se atreve a decirlo. Porque en este mundo donde todos se apresuran a ocultar las emociones incómodas, pensar algo así es como cometer un pecado sin confesionario.
Una noche, entre hospitales fríos y conversaciones vacías, soñé con un árbol gigante. Sus ramas cubrían la habitación y sus hojas caían como pequeñas verdades que me tocaban la cara. Me habló con voz grave, como el trueno antes de la tormenta: “Las historias son criaturas salvajes. Y cuando las sueltas, nunca sabes qué desastre pueden causar”. Entonces lo entendí. Había historias en mí que había dejado pudrirse en el fondo. Miedos que me negaba a nombrar.
Recuerdo la imagen de ese muchacho, furioso, rompiendo todo a su paso. Muebles, marcos, relojes, todo estallaba en pedazos bajo sus manos. No era solo rabia. Era miedo, desesperación, el grito ahogado que nadie escucha. Y yo, viendo aquello, supe que era mi propio reflejo en la pantalla. Cuántas veces quise destrozar el mundo entero, cuántas veces deseé no tener que ser fuerte, cuántas veces me odié por imaginar un final rápido para quien más amaba.
El viejo monstruo lo sabía. Y sin compasión, pero con ternura, soltó otra frase que aún me visita: “A veces, muchacho, la gente no es ni buena ni mala. Son ambas cosas. Y hay que aprender a vivir con eso”. Ahí entendí que no era cruel por sentir alivio ante lo inevitable. Era humano.
Entre historia e historia, entre cuento y verdad disfrazada, la criatura obligó a ese niño a enfrentarse a su deseo más oscuro: que todo terminara. No por egoísmo, sino por amor. Y en ese instante, supe que no estaba solo. Que tal vez, en algún lugar del mundo, otros también se sentían igual, solo que nadie lo decía.
Hoy, años después, sigo recordando esa voz: “Es tiempo”. Y aunque el miedo nunca desaparece del todo, aprendí a nombrarlo. Aprendí que las historias que uno calla terminan convirtiéndose en monstruos que te visitan en las madrugadas. Que no está mal quebrarse, que llorar en silencio también es forma de resistir, que desear la paz para quienes amamos, aunque implique su ausencia, no nos vuelve peores personas.
A veces pienso que todos tenemos un monstruo de ramas y sombra que viene a vernos cuando ya no sabemos cómo seguir. Y que, en el fondo, su único propósito es obligarnos a decir en voz alta aquello que hemos tenido miedo de pronunciar.
Porque como alguna vez susurró en mis sueños: “Las historias son criaturas salvajes. Y la única forma de que dejen de devorarte, es contarlas”.
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