Lo que no entendí de "Coraline" hasta que crecí  

Cuándo era niña, Coraline me parecía una película fascinante e incómoda a partes iguales. Recuerdo perfectamente la primera vez que la vi por televisión, no sabía su nombre ni quién la había hecho, ni siquiera si era una “película infantil” o no. Lo único que sabía era que no podía dejar de mirarla.

Desde los primeros minutos, esa animación peculiar —tan distinto a lo colorido y suave de otras películas infantiles— captó mi atención de inmediato. Había algo inusual en los movimientos de los personajes que jamás había visto en otra película, en sus expresiones, en esa casa grande y extrañamente lúgubre a la que Coraline se mudaba, y me atrapaba como si fuese un sueño raro del que no se podía despertar. Un sueño que, aunque daba miedo, no quería terminar.

Porque eso era Coraline cuándo lo veía de niña: algo que no quería mirar, pero de lo que tampoco podía apartar la vista. Como cuándo sientes esa sensación de que algo malo está por pasar pero aún así no te tapas los ojos.

Era, sin dudas, una experiencia sensorial. Me impresionaban los colores, los detalles de la animación cuadro por cuadro, lo raro e incómodo de cada personaje. La otra madre me causaba escalofríos incluso antes de volverse evidentemente malvada. Y el simple hecho de que tuviera botones en lugar de ojos ya me resultaba tan profundamente inquietante como hipnótico.

Con el tiempo, dejé de ver Coraline. Quizás por miedo, quizás porque crecí y la clasifiqué mentalmente como una de esas “cosas raras que veía de chica”. Pero un día, unos años después, decidí volver a verla. Sin razón aparente, simplemente apareció frente a mí —esta vez no en la pantalla del televisor, sino en alguna plataforma en dónde se miran series y películas— y me sentí atraída de nuevo. Quizás por nostalgia, quizás porque necesitaba volver a recordar aquella sensación incómoda y atrayente que me provocaba ver Coraline.

Y ahí fue cuándo todo cambió. Porque de adulta, Coraline no da miedo del mismo modo. No es solo la historia de una niña que encuentra un mundo paralelo con una versión mejorada —pero falsa— de su vida real. Es una historia sobre el deseo de ser vista. De sentirse importante. De ser amada sin condiciones.

Coraline, como muchos niños, se siente ignorada. Se acaba de mudar, sus padres están ocupados y absortos en su trabajo, y ella se siente completamente sola. Lo que al principio puede parecer una simple excusa para iniciar una aventura fantástica, en realidad se convierte en la base emocional de toda la historia.

El “otro mundo” que Coraline encuentra detrás de la pequeña puerta es una manifestación de sus deseos más profundos. Comida deliciosa, padres atentos, vecinos interesantes, un jardín que parece más bien una obra de arte. Todo hecho a medida de sus sueños. Pero hay una condición: para quedarse allí debe permitir que le cosan botones en los ojos.

De niña esa parte me parecía simplemente tenebrosa. El símbolo de la “otra madre” se transformaba en algo abiertamente peligroso, como una bruja de cuento. Pero de adulta, entendí el mensaje: aquello que parece perfecto y hecho a la medida, muchas veces tiene un precio. Uno que no estamos dispuestos a pagar.

Porque los botones no solo son un recurso visual espeluznante. Representan la pérdida de identidad, de libertad, de voluntad. Son la manera en que la "otra madre" controla, absorbe, y finalmente consume a sus víctimas.

La otra madre no ama a Coraline. La desea. La quiere como una muñeca más, una extensión de su mundo artificial. Y Coraline, al darse cuenta de esto, comprende el valor de su mundo real. Imperfecto, sí. Frío, sí. Pero después de todo, el verdadero.

La evolución del personaje es clave. Coraline comienza como una niña que se queja y se siente víctima de su entorno, pero a medida que enfrenta los horrores del “otro mundo”, va desarrollando valor, ingenio y, sobre todo, autonomía. Aprende a salvarse sola. A pelear por su libertad.

Volver a ver Coraline con otros ojos también me permitió captar la increíble cantidad de detalles y simbolismos que hay en la animación. La casa misma tiene una personalidad viva. Los colores cambian según el estado emocional de Coraline. Las marionetas, los hilos, los movimientos torpes de los habitantes del otro mundo cuando la ilusión empieza a caerse… Todo está cuidadosamente diseñado para crear una atmósfera de incomodidad progresiva.

Es como si la película estuviera construida para revelarse lentamente, como una cebolla que, capa a capa, te lleva al corazón de una historia mucho más oscura y profunda de lo que aparenta.

Y ahí es donde entran las teorías. Hay muchas —algunas más siniestras que otras— sobre lo que Coraline realmente quiere decir. Que es una metáfora sobre el abuso, sobre la pérdida de la infancia, sobre el control materno extremo. Algunas incluso hablan del “otro mundo” como una representación de la muerte o el purgatorio.

No sé cuál sea la verdadera. Tal vez no haya una sola. Pero lo que sí descubrí al crecer es que Coraline es una película sobre aprender a amar tu realidad, incluso cuando no es perfecta. Sobre saber cuándo algo es demasiado bueno para ser verdad. Sobre el valor de lo auténtico, aunque duela, y el peligro de lo ilusorio, aunque brille.

Y creo que por eso la sigo viendo. No porque me guste revivir el miedo, sino porque siempre encuentro algo nuevo. Algo que no entendí antes. Algo que me habla diferente según la edad que tengo.

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