Cuando era niña y vi “El viaje de Chihiro” por primera vez, no entendí casi nada.
Me deslumbró, sí. Me atrapó desde el primer segundo, pero no la comprendí.
Me gustaban los colores, los paisajes, los personajes extraños que aparecían sin previo aviso y actuaban como si su presencia fuera lo más normal del mundo. Me daba miedo sin ser exactamente terrorífica. Me confundía, me inquietaba… y al mismo tiempo, me dejaba una sensación cálida en el pecho. Como si algo dentro de mí supiera que esa historia tenía un mensaje que aún no era capaz de leer.
La historia parecía simple al principio: una niña que se pierde en un mundo mágico mientras sus padres se convierten en cerdos. Pero en ese mundo no hay explicaciones fáciles. Hay reglas nuevas, criaturas que no distinguen el bien del mal, pactos que se deben cumplir, nombres que se deben recordar.
Y aunque todo eso me parecía raro y a ratos confuso, no podía apartar los ojos de la pantalla. A pesar del miedo, quería seguir. Quería entender por qué el sin rostro daba oro a cambio de atención. Por qué Chihiro debía trabajar en unos baños para dioses. Por qué olvidaba su nombre.
Pero entonces crecí.
Y volví a ver El viaje de Chihiro.
Y fue como ver una película completamente distinta.
Porque lo que de niña me parecía simplemente mágico, de adulta se volvió simbólico. Empecé a notar detalles que antes no había registrado: el peso de la transición, la pérdida de la identidad, el miedo a madurar. Comprendí que Chihiro no se había perdido en un mundo extraño: había sido empujada a crecer, de golpe.
En esa ciudad abandonada, en ese mundo de espíritus y rituales, Chihiro se enfrenta a lo que la mayoría enfrentamos al dejar de ser niños: la sensación de no pertenecer, de no ser escuchados, de tener que aprender reglas nuevas sin que nadie nos explique nada.
Los padres de Chihiro, convertidos en cerdos por su codicia, ya no pueden protegerla. Y ella, sola, debe aprender a sobrevivir, a trabajar, a adaptarse. Pero también debe aprender a no olvidarse de quién es. Porque en ese mundo, olvidar tu nombre es perderte por completo.
Y ese detalle me golpeó con fuerza al volverla a ver. El nombre como símbolo de identidad. El hecho de que Yubaba le robe el nombre a Chihiro como parte de su contrato es mucho más que un truco mágico. Es una advertencia. Es lo que ocurre cuando permitimos que el mundo —las rutinas, los sistemas, las exigencias ajenas— nos borren, nos dominen, nos conviertan en otra cosa.
Recordar quién eres, aferrarte a tu esencia, incluso cuando todo a tu alrededor intenta cambiarte… ese es uno de los mensajes más poderosos de la película.
También entendí otras cosas. Entendí que Haku, el espíritu del río, representa más que un guía. Representa el pasado, la memoria, las raíces que se pierden en la adultez si no las cuidamos.
Entendí que el Sin Rostro no era un monstruo, sino una criatura solitaria, desesperada por encajar, por encontrar sentido en un mundo que no entiende. Que devora porque no sabe cómo comunicarse. Que da oro porque cree que es la única forma de que lo acepten.
Y sobre todo, entendí que El viaje de Chihiro no es una historia infantil. Es una historia sobre crecer.
Sobre los miedos que nadie te explica, sobre lo que se siente cuando el mundo de la infancia desaparece y ya no puedes volver atrás.
Pero también es una historia sobre resiliencia. Porque Chihiro no es una heroína por tener poderes o pelear contra enemigos. Lo es porque se adapta. Porque encuentra fuerza en lo simple. Porque aprende a mirar a los demás con compasión. Porque ayuda incluso a quienes no entiende. Y porque cuando se va de ese mundo, ya no es la misma.
Hoy, cada vez que la veo, me conmueve de una manera distinta. Ya no es solo una película hermosa, es un recordatorio de que todos hemos pasado, de un modo u otro, por nuestro propio “viaje”.
Hemos tenido que cruzar túneles sin saber lo que habría al otro lado.
Hemos perdido el rumbo, olvidado partes de nosotros, deseado volver atrás.
Hemos trabajado en lugares donde nos sentíamos ajenos.
Y aún así, como Chihiro, hemos seguido adelante.
Porque eso es crecer: tener miedo y caminar igual. Recordar tu nombre cuando el mundo quiere que lo olvides. Saber cuándo irse y, al mismo tiempo, saber lo que debes llevarte contigo.
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