¿Recuerdas ese momento en que sientes que desapareces? No solo físicamente, sino también del tiempo, del espacio… de ti mismo. Yo lo viví a los siete años.
Fue un día cualquiera, o eso creo. Mis padres discutían y yo estaba encerrado en mi habitación, castigado por algo que ya apenas recuerdo. En un instante, simplemente desaparecí. Seis minutos. No más. No menos.
Seis minutos en los que nadie supo dónde estuve. Cuando volví, ya nada fue igual. Porque no regresé solo.
Él llegó conmigo.
No es el monstruo que imaginas, ni una sombra huidiza que solo aparece en la noche. Él está siempre. Siempre conmigo. Le puse un nombre: Sombra.
Al principio, creí que era un amigo. Alguien que me protegía, que me hablaba sin hacer ruido, que sabía cosas que yo no podía explicar. Me decía cuándo debía tener miedo y cuándo podía ser fuerte. Me enseñó a ver lo que nadie más veía.
Pero también me enseñó a hacer daño. A ocultar la rabia que me carcomía por dentro. A convertirme en alguien que nunca quise ser.
Cuando tenía nueve años, me empujaron en la escuela. Sombra me mostró cómo responder. Cómo golpear sin que duela a otros, pero que me doliera menos a mí. La primera vez que le pegué a alguien, sentí que me quitaba un peso invisible. Fue un alivio terrible.
A medida que crecí, Sombra crecía conmigo. Se volvió más fuerte en mis días más oscuros. En las noches en las que quería gritar pero no podía. En los momentos en que la soledad parecía devorarme.
Sentía su presencia como un aliento frío en mi nuca, una presión constante, un latido sordo que me recordaba que no estaba solo, aunque lo estuviera. A veces, cuando la casa estaba en silencio absoluto, juraría escuchar su voz susurrando en el viento. Palabras que no siempre comprendía, pero que me hacían estremecer.
Intenté ignorarlo. Fingir que no existía. Cambié de escuela, de ciudad, de amigos. Pero Sombra es parte de mí. Está en mis silencios, en mis miedos, en cada decisión que temo tomar y cada rabia que trato de callar.
A los quince años, pensé que lo había dejado atrás. Que la terapia, la universidad y el amor me habían hecho más fuerte. Pero estaba equivocado.
Anoche lo entendí con una claridad que me heló los huesos.
Volvía a casa cuando escuché gritos desde un callejón. Un hombre empujaba a una mujer contra la pared. Ella gritaba, él no mostraba piedad.
Mi instinto fue correr. Mi voz interior gritó que llamara ayuda. Pero Sombra… me dijo algo distinto.
“Déjame salir.”
No sé si fui yo o fue él. No sé si mis manos hicieron lo que hicieron o si Sombra las movió por mí. Solo sé que, cuando todo terminó, el hombre yacía en el suelo, y la mujer había desaparecido.
Sombra sonreía. Por primera vez.
Sentí miedo. No del hombre ni de la violencia. Sino de lo que él representaba dentro de mí.
Me miré en el espejo y vi algo que nunca antes había querido ver. Una sombra, sí, pero también un reflejo. El monstruo no está bajo la cama. No vive en las sombras de mi habitación.
El monstruo soy yo.

Y somos amigos.
Porque hay un monstruo en todos. La diferencia está en si lo ignoramos o lo reconocemos. En si le damos la voz o lo mantenemos callado, escondido y hambriento.
Pero ese reconocimiento no vino sin batalla.
Hubo noches en que el miedo me paralizaba. En que sentía que Sombra me devoraba, que me arrastraba a un abismo del que no podría salir. En que la culpa por lo que había hecho me estrangulaba y las lágrimas se quedaban atrapadas en la garganta.
A veces, el monstruo era un grito ahogado, otras veces, un silencio que dolía más que cualquier palabra.
Pero también fue mi fuerza. Mi escudo cuando el mundo parecía demasiado frío para un niño. Mi voz cuando nadie me escuchaba.
He aprendido que el verdadero monstruo no es el que asusta en las películas. Es el que llevamos adentro, el que se alimenta del silencio, de la soledad, del miedo.
Y hoy, he decidido no huir más. Hoy, he decidido darle un nombre.
Porque no podemos vencer lo que negamos.
Y a veces, para sanar, primero hay que ser el monstruo.


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