Mi amigo el monstruo
No todos los monstruos viven en películas. Algunos habitan en los rincones más oscuros de nuestra mente. Y otros... aparecen en el momento en que más los necesitamos.
Yo tenía 9 años cuando conocí al mío. La noche era silenciosa, pero no tranquila. Llovía con una furia apagada, y las gotas golpeaban el techo nuevo de una casa que no sentía como hogar. Mis padres se habían separado hacía apenas unas semanas. Mi madre trataba de fingir fuerza, y yo fingía que no me daba cuenta. Pero dentro de mí todo era caos.
Fue entonces cuando lo vi por primera vez. No fue un susto, no fue un salto de terror. Fue una presencia. Sentado al pie de mi cama, encorvado, enorme, con el cuerpo cubierto de una especie de pelaje oscuro, como el humo de una fogata. Tenía ojos brillantes, tristes. No se movió. Solo me miró. Me congelé.
—¿Puedo quedarme? —preguntó, con una voz que parecía venir desde una caverna. Pero era suave. Seria. Humana.
Asentí sin saber por qué. No sentí miedo, sentí... compañía. Desde esa noche, volvió una y otra vez. Siempre aparecía cuando yo no podía dormir, cuando la tristeza me apretaba el pecho. A veces hablábamos. Otras veces, simplemente me escuchaba mientras lloraba en silencio.
Le puse un nombre: Bruno. No sabía de dónde venía, ni por qué estaba ahí, pero su presencia era constante. Nunca trató de asustarme. No salía del clóset, no me acechaba. Solo estaba ahí cuando más lo necesitaba.
Le contaba todo. Que extrañaba a papá. Que mamá lloraba cuando pensaba que yo dormía. Que en el colegio no tenía amigos. Y él, sin decir mucho, me hacía sentir que no estaba solo.
Una noche le pregunté por qué venía.
—Porque tú me creaste —me dijo—. Nací de tus silencios, de tus noches largas, de esas veces en que quisiste gritar y no pudiste. No soy tu enemigo, soy tu refugio.
Bruno no era un monstruo de los que salen en cuentos para asustar niños. Era un espejo de lo que yo no podía decir en voz alta. Un monstruo que entendía mi dolor sin necesidad de palabras.
Pasaron los años. Crecí. Empecé a entender que los monstruos no siempre tienen garras. A veces se visten de ansiedad, de tristeza, de vacío. Bruno apareció cada vez que sentí que no podía más. Cuando sufrí mi primer desamor. Cuando dudé de mí mismo. Cuando la vida dolía más de lo que podía explicar.
Hoy, con 29 años, ya no lo veo como antes. Pero cuando cierro los ojos y el mundo pesa, sé que está ahí. En el rincón más profundo de mi mente, esperando que lo necesite. No para asustarme, sino para recordarme que incluso en la oscuridad más espesa, hay alguien que me conoce de verdad.
Mi amigo el monstruo no se fue. Vive en mí. Y aunque muchos no lo entiendan, fue él quien me salvó muchas veces... cuando nadie más supo cómo hacerlo.
¡Comparte lo que piensas!
Sé la primera persona en comenzar una conversación.