El 9 de julio, como fecha, será recordado en la historia argentina por dos hechos. Uno muy significativo: la celebración de la independencia del país en 1816. Y otro, más reciente: el estreno de la serie Menem, dirigida por Ariel Winograd y Fernando Alcalde, creada por Mariano Varela para la plataforma Amazon.
Desde hace unos días, hay revuelo por todos lados. Que los familiares dijeron que es una barbaridad. Que Yuyito González está hablando con sus abogados. Que el hijo perdido del exmandatario declaró que es una aberración. Que Zulema Yoma dijo que no puede decir nada. Que Graciela Alfano habló desde un auto con un notero. Que Alberto Kohan está enojado. Que Emir Yoma ahora vende nueces. Google es una batería de búsqueda. Jóvenes politólogos que no vivieron el menemismo, hablan. Viejos politólogos que lo vivieron, también. Gelatina, Olga, streamers al ataque: todos opinan. Es una década que fue muteada durante otras décadas y que, de pronto, vuelve a estar presente; una nueva versión de los muertos vivos, pero con luces de neón, camperas infladas y prótesis dentales.
La primera temporada cuenta la llegada de Carlos Saúl Menem, un (presunto) ignoto gobernador riojano que, como los caudillos del siglo XIX, se pone un poncho y se sube a un caballo para llevar los vientos federales al conurbano unitario en busca de votos. Los guionistas de Winograd (Levy, Levin, Olchansky, Porchietto y Salmerón) emplean una estructura griega pasada por el tamiz trágico del teatro isabelino: la tragedia de un hombre que comete hybris por su ambición de poder y paga con la vida de un hijo sus deseos de mando, sexo y uno a uno.
En ese arco que arman los guionistas, los dos directores toman decisiones estéticas que van del lenguaje publicitario al cine de Paolo Sorrentino y Adam McKay. Con recursos gráficos, el relato busca un dinamismo canchero, pedagógico y hasta distanciado: explicar quién es quién, qué hizo quién, y quién hizo qué con eso. Similar a Vice, la película de McKay sobre el vicepresidente de Bush durante el atentado a las Torres Gemelas, cada decisión que toma Menem se explica a cámara, sin tapujos, rompiendo el pacto ficcional. Pero, al mismo tiempo, lavando con el codo cualquier intención política de ese distanciamiento.
Se habla de esta serie en términos de autopartes. Que Griselda Siciliani y Leonardo Sbaraglia están “muy bien”. Que tal personaje es una mezcla de Kohan con otro. Que Cavallo está “flojo”. Que la cámara es “rara”, etc. Como el Dr. Frankenstein cuando le da vida a su criatura usando restos de cadáveres, la serie invoca el mundo de los noventa: aquella grande bellezza vivida cuando el mundo parecía inmenso tras la caída del Muro de Berlín, la apertura económica nos trajo la Ferrari, y la Av. Alvear fue un desfiladero para la evasión fiscal.
¿Qué falla en la serie? Podríamos decir: todo y nada. Lo que vemos constantemente en la agonía del monstruo de Mary Shelley son sus suturas, las cicatrices de un cuerpo remendado. El problema de la serie creada por Varela está en proponer el ejercicio de la política como una extensión del pensamiento mágico. La idea de que un hombre se corrompe porque “no escucha la voz de su interior” es similar a creer que la peste (o los mercados) son el mal de una nación. La falta de carnalidad en el cuerpo de ese Menem que camina por los decorados de la Casa Rosada nos vuelve ajenos a su tragedia; el gesto exagerado de “querer parecerse” a toda costa hace que el drama de un país que realmente la pasó como el orto en esos años quede reducido a escenografía.
Y lo que es peor: una escenografía que no se ve. No hay pueblo en la serie de Menem, apenas algunas imágenes de archivo, una cancha de River rellenada con posproducción, y un puñado de extras cuando Menem camina por las calles de Anillaco. Uno podría pensar que la lógica de producción de la serie se ajusta a una escena inicial que la resume: un fotógrafo amucha a un grupo de personas para dar la ilusión de que hay más seguidores de los que realmente hay. Ese gesto podría extenderse a todo el proyecto: un pueblo ausente, un pobre que no existe, un mundo cerrado de políticos que juegan a hacer política y que, si se pasan de rosca, cometen hybris.
Si de una película, decía Orson Welles, uno sale diciendo: qué buena la fotografía, qué buen vestuario, qué bien calcan los actores a los personajes históricos, es porque algo falló. Que la historia de Menem merecía una película o una serie, no caben dudas. El problema es qué se decide contar, cómo, y para quién.



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