A menudo, miramos las películas para que nos digan quiénes somos, para reforzar nuestras acciones o, simplemente, para mirar el fondo de nuestros abismos personales.
Vivimos tiempos extraños. La crueldad avanza y ciega. Los medios nos presentan a cierto tipo de “héroes” que se enfrentan al sistema, que se atreven a hablar cuando otros guardan silencio, luchando contra intereses especiales hasta su último aliento. Imágenes seductoras que hacen que muchos no sientan la necesidad de buscar más a fondo. En todo el mundo, hay ejemplos de personas expresando en los niveles más alto del poder todo tipo de comentarios crueles y malvados. Perdón, necesito decirlo: Una vez más, las películas tienen parte de la culpa.
Vivimos en una época en la que Hollywood se ha empeñado en alimentar el apetito insaciable del público por las comedias picantes. Se han construido carreras enteras a partir de eso, delante y detrás de la cámara, y aunque se puede argumentar que los comentarios de ciertos personajes del empresariado y de la política llevaron las cosas a otro nivel, el hecho es que esas películas, vistas como lo han hecho decenas de millones en el mundo, en efecto normalizaron ese tipo de lenguaje, antes impensable, y dieron a las personas el margen necesario para disculpar todo tipo de atrocidades, hasta el momento solo discursivas.
Si hay algo que une a muchas personas, a escala planetaria, es el deseo de “cambiar las cosas”, un deseo comprensible dado el caos que reina en el mundo, pero que se basa en la presunción tácita, que la historia contradice de manera rotunda y aterradora, de que en realidad existe una red de seguridad en las instituciones locales, regionales o mundiales, de que hay un límite a lo mal que pueden ponerse las cosas bajo cualquier gobierno, por más incompetente que sea. Visto desde esa perspectiva, ¿cuál es el riesgo, si parece haber un abanico de oportunidades?
Hollywood ha promovido esta idea protectora ilógica a lo largo de su historia, insistiendo en que los ciudadanos de las democracias (especialmente si son estadounidenses) son los buenos, protegidos por John Wayne y el Todopoderoso y destinados a salir siempre victoriosos. El apocalipsis, por definición, sólo hace llover la destrucción sobre otras personas.
No son sólo las películas estadounidenses las que ven las cosas de esta manera, sino toda la cinematografía comercial de los Estados Nacionales. Incluso se pueden ver ejemplos en las películas alemanas de la Segunda Guerra Mundial, en romances como “El gran amor” de 1942, protagonizada por Zarah Leander, tal vez la película más exitosa de la era nazi, que exudaba una confianza firme en que los heroicos alemanes estaban destinados a prevalecer contra todos y cada uno de los enemigos. No resultó exactamente así, ¿verdad?
¿Cómo se desarrollará todo esto en las décadas por venir? ¿Qué tipo de final le deparará la realidad a una historia escrita por Hollywood? No se sabe con certeza, pero una vez más, Hollywood nos proporciona la mejor pista, en este caso en la persona de Bette Davis como la tempestuosa actriz Margo Channing en “All About Eve”: “Abróchense los cinturones”, dijo la famosa actriz. “Va a ser una noche movida”.
Consideradas durante mucho tiempo un bastión del progresismo patológico y el liberalismo desenfrenado (¿recuerdan las listas negras? ¿La que no tenía a James Spader como protagonista?), el cine y la televisión fueron acusados de obsesionarse demasiado con cosas como los derechos de los transexuales y cuántos actores negros consiguieron nominaciones al Oscar y de no preocuparse lo suficiente por las preocupaciones de los “verdaderos estadounidenses”: el desempleo en el “Cinturón del Óxido”, la devoción por las armas, el miedo a las fronteras porosas, la desilusión con los gobiernos, los sentimientos de alienación personal y una sensación general de un mundo fuera de control. Muchos se preguntaron cómo los creadores y árbitros de la cultura popular pudieron haber estado tan fuera de sintonía con los espectadores y cinéfilos a quienes sirven. La respuesta es que no eran tan progresistas y no lo son, porque no hay idea más absurda que la de la agenda liberal de Hollywood.
Aunque muchos miembros de la industria del entretenimiento adoptan, a menudo públicamente, una orientación política de izquierda, Hollywood todavía está dominado por hombres blancos que prefieren hacer películas y programas de televisión que giran en torno a otros hombres blancos: hombres acosados por sentimientos de alienación, que a menudo empuñan armas, que luchan (o representan) a un gobierno corrupto y, en general, intentan sobrevivir y/o salvar un mundo descontrolado. A través de las galaxias, a través de los siglos, en todos los géneros imaginables.
Por cada película que no gira en torno a un personaje principal, hay cientos que sí lo hacen, así como por cada serie que presenta un personaje transgénero, hay miles que no lo hacen. A la hora de representar la demografía real de los Estados Unidos “reales”, la televisión ha hecho un trabajo ligeramente mejor que el cine. Pero sigue siendo un mundo mayoritariamente blanco, mayoritariamente masculino y mayoritariamente heterosexual que lucha contra fuerzas que van desde el estrés diario de la vida familiar hasta la rebelión armada contra la invasión de extraterrestres, zombis y fascistas, tanto históricos como imaginarios.
En cuanto a ser patológicamente progresista, bueno, la nostalgia no había sido tan popular desde la serie “The Wonder Years” (1988-1993). La pantalla grande está llena de franquicias de años pasados, mientras que en televisión, el éxito de “Mad Men” y “Downton Abbey” desencadenó una carrera armamentista de máquinas del tiempo: íbamos y volvíamos como compañeros de “Doctor Who”, registrándonos con los vikingos, las guerras de las Dos Rosas, los espías de George Washington, los Tudor, los Windsor, los años 60, los 70, incluso, Dios nos ayude, los 80. En cada época, la opresión de ciertos grupos (los no blancos, las mujeres, los gays y las lesbianas) fue debidamente señalada, pero en realidad no fue el punto. El objetivo era el placer de volver a visitar el triunfo occidental blanco, presumiblemente antes de que las cosas se volvieran locas, y observar cómo el cambio, ya sea la invención de la brújula o la desegregación, siempre asusta a todos.
Así que cualquiera que sostenga que, con excepción de “Duck Dynasty”, los creadores de cine y televisión han ignorado los intereses declarados de los partidarios del avance de la crueldad y la maldad, claramente no estuvieron mirando. Solo para que conste, la buena gente de “Duck Dynasty” era del uno por ciento incluso antes de que se hiciera el programa. Y ese es el verdadero elitismo del cine y la televisión: nos gusta ver a gente que parece más rica de lo que debería ser.
Como es un invento tan estadounidense, a Hollywood no le gusta tratar cuestiones de clase, excepto en las historias sobre los británicos. A Estados Unidos le gusta fingir que es una sociedad sin clases, pero en perpetua movilidad social ascendente (mira, mamá, ¡no hay aristocracia! ¡Solo un puñado de terratenientes educados!). Y Hollywood está dispuesto a ayudar, desde ambos lados de la barrera. Se cosechan miles de millones del llamado entretenimiento populista y la celebridad es la versión local de la realeza. Pero el entretenimiento siempre ha sido una cuestión de clase porque siempre cuesta dinero, del tipo conocido como “discrecional”. La gente que no tiene ingresos discrecionales debe entretenerse; el resto de nosotros paga.
No siempre fue así: así como el Shakespeare's Globe tenía a los espectadores de bajo presupuesto, el cine estadounidense (diría mundial) de los primeros tiempos tenía la apertura necesaria para que las personas que no podían permitirse ir al cine (o al teatro) pudieran sumergirse en otros mundos que cobraban vida de forma intermitente. Vaqueros, gánsteres, damas de la alta sociedad, policías, ladrones y Charlie Chaplin, todos ellos inmediatamente accesibles en la democracia de los primeros tiempos. Mientras tanto, la radio había puesto un narrador incansable en cada sala de estar, y era sólo cuestión de tiempo antes de que las dos formas de arte engendraran una tercera: la televisión, que simbolizaba y, al mismo tiempo, alteraba la complicada relación de Estados Unidos con la riqueza y la pobreza y todos los grupos demográficos intermedios.
Las películas eran para las masas, pero la televisión, al menos al principio, era para unos pocos elegidos (los que podían comprar el aparato y pagar la suscripción). Al igual que la plomería, la iluminación eléctrica y el automóvil, la televisión se convirtió en un símbolo instantáneo y permanente de ascenso de clase y la consolidación de las clases medias. Las familias que podían permitirse un televisor, y todas sus versiones posteriores, inspiraban la envidia de sus vecinos; los escaparates de las tiendas de electrodomésticos atraían multitudes. El decorado y, cada vez más, lo que aparecía en la pantalla eran ventanas a un mundo de aspiraciones. Y el aspiracional siempre ha sido el problema, antes que la solución.
Porque a medida que los televisores se hicieron más omnipresentes, la programación y la publicidad que la respaldaba se volvieron más exclusivas, para atraer a la audiencia adinerada, sí, pero también para apoyar la mitología general de posguerra de la serenidad suburbana. En “The Honeymooners” y “I Love Lucy”, las parejas todavía vivían en departamentos diminutos y discutían sobre quién gastaba qué. Pero en la casa de los Cleaver, la madre June hacía las tareas domésticas con perlas y tacones. Y Donna Reed descubrió cómo despedir a su ama de llaves. Incluso más que el cine, la televisión reflejó la voluble relación de Estados Unidos con su propia economía, que oscilaba repetidamente entre la realidad y el deseo. Norman Lear nos hizo comprender las limitaciones de la educación, la etnia y la maternidad de las soltera; escritores como Earl Hamner con “The Waltons” y Jason Katims con “Friday Night Lights” nos recordaron que no todo el mundo vivía en una ciudad; programas como “Taxi” y “Laverne and Shirley” organizaban sus días en torno al trabajo en lugar de a las travesuras.
Pero cada vez más, la danza con la pobreza o el desempleo que mantenía alerta incluso a Samantha Stevens, de “Hechizada”, cuando el jefe tenía que ir a cenar, dio paso a una noción más cálida y confusa del trabajo y el dinero, ya sea como una vocación (todos esos programas de médicos y policías) o simplemente como fondo de pantalla. “Treinta y tantos” recibió muchas críticas por la adultez sensiblera que experimentó su elenco, pero en los años posteriores, prácticamente todos los que no son detectives, cirujanos o abogados son profesionales con estudios universitarios que trabajan solo cuando les resulta narrativamente conveniente.
Historias que podrían haber tratado sobre la injusticia de clase —Breaking Bad, Shameless, Nurse Jackie— trataban en cambio de otras cosas más personales. “Modern Family” se convirtió en un éxito de crítica a pesar de ser tan poco moderna que, en las primeras temporadas, cada ala de la familia tenía un único sustentador (varón), e incluso “The Middle”, que es una de las pocas series en las que los personajes son verdaderamente de clase trabajadora, mantiene a todos sanos y satisfechos, aunque con pesar, con su suerte en la vida.
Mientras tanto, el modelo de negocios de la televisión y el cine redefinió el término populista. En los complejos de cine renovados para parecerse a los cines en casa y mantener la “comunidad” al mínimo, no hay asientos baratos; llevar a una familia de cuatro al cine puede costar (en los EEUU y en Argentina) 60 dólares, y eso sin palomitas ni bebidas.
Mientras tanto, el costo de la televisión no se detiene en el aparato, disponible en una variedad cada vez mayor de tamaños, rayos y definiciones; ahora los paquetes de cable y los servicios de streaming son parte del costo de vida mensual para aquellos que pueden pagarlos.
No es de extrañar que el cine y la televisión eviten abordar directamente la cuestión de las clases sociales. ¿Quién quiere pensar demasiado en el dinero cuando está bebiendo un refresco de ocho dólares o intentando ver la lista de programas de la grabadora de vídeo digital por la que paga 150 dólares al mes y que parece que nunca tiene tiempo suficiente para ver?
En este mundo, tiene cierto sentido considerar a Hollywood como un país elitista, así como tiene cierto sentido considerar a los millonarios de “Duck Dynasty” como “gente real” y a un presentador de reality multimillonario como el candidato presidencial para la gente real. Pero eso parece no tener nada que ver con el liberalismo, los conservadores ni ningún tipo de política. Es simplemente la buena y vieja magia de Hollywood.
NO ES UN GRAN SECRETO que los actuales gobernantes en el 2025, en muchos países, no son muy queridos por sus clases creativas; de hecho, parecen tener cierta dificultad para encontrar artistas para sus tomas de posesión, aunque es solo la manifestación más obvia de esto. Lo que probablemente sea menos conocido es que la elección de los nuevos gobiernos defensores del mercado puso a un número de personas creativas en una espiral mental. No solo por el hecho de su elección, sino por lo que sus políticas significan para los creativos: la posible desaparición de las leyes de protección social o de salud, a través de la cual muchas personas del mundo artístico tienen la posibilidad de no quedar vulnerables cuando llegan a adultos mayores, es solo la punta del iceberg para muchos.
Al mismo tiempo, cuando se trata de explotar el miedo al otro para beneficio personal, la extrema derecha no tiene nada que envidiarle al Hollywood liberal. Los productores, escritores, actores y ejecutivos de cadenas de televisión, muchos de los cuales han criticado abiertamente a los políticos ultraconservadores por sus opiniones intolerantes, han hecho más para popularizar la islamofobia en los últimos 15 años que todas las proclamaciones de campaña de político o empresarios de extrema derecha. Nunca ha habido un Hollywood liberal en lo que se refiere a la representación de los musulmanes en la televisión. De hecho, reforzaron la idea de que todos los musulmanes son terroristas. Esa dinámica creció exponencialmente después de los ataques del 11 de septiembre: mientras el presidente George W. Bush pronunciaba docenas de discursos sobre cómo no había una guerra contra el Islam sino “una campaña contra el mal”, las cadenas de televisión estaban ocupadas dando los toques finales a las series que llegaron a encarnar la narrativa televisiva sobre las guerras contra el malvado Islam. Ocho semanas después de los ataques, Fox lanzó “24”, una serie llena de musulmanes morenos e intrigantes y los heroicos esfuerzos de un Jack Bauer (Kiefer Sutherland) nada moreno. La serie sobrevivió a ambos mandatos de Bush y generó un ejército de programas con ideas afines. Incluso los buenos musulmanes de las cadenas de televisión, como Sayid en “Lost” o las gemelas Nimah y Raina de “Quantico”, se definen por una conexión con la Guardia Republicana de Saddam o con grupos terroristas. En cierta forma, era como la comunidad LGBT hace 30 años: Cada vez que había un personaje gay en la televisión o en el cine, la trama giraba en torno al sida. Casi todas las historias musulmanas hasta ahora están relacionadas con el terrorismo. Incluso si terminan siendo buenas personas, a menudo se descubre que lo son bajo una nube de sospecha. No hay duda de que los ataques terroristas en Estados Unidos, desde San Bernardino hasta Orlando, ayudaron a reforzar los argumentos de que el arte solo refleja la realidad. Aunque, las fuerzas de seguridad de Estados Unidos consideran que los extremistas violentos antigubernamentales, no los musulmanes radicalizados, son la amenaza más grave de violencia política a la que se enfrentan.
En los últimos tiempos, la televisión ha intentado adaptarse a un mundo cambiante desarrollando narrativas más diversas e invirtiendo en más proyectos de creadores y guionistas de color, entre ellos Shonda Rhimes (“Scandal” o “Bridgerton”), Kenya Barris (“blackish”) y Nahnatchka Khan (“Fresh Off the Boat”). Pero a pesar de la cantidad de programas que tienen elementos de terrorismo islámico en sus tramas (desde “Madam Secretary” hasta “CSI”), los musulmanes detrás de las cámaras siguen siendo escasos. Esa falta de representación se hizo patente en la quinta temporada de Homeland, cuando un grafiti que decía “Homeland es racista” en árabe apareció en una escena. Los artistas contratados para decorar la pared del ficticio campo de refugiados sirios colocaron esas palabras, y no había nadie más en el plató con suficiente conocimiento del mundo árabe como para captar su mensaje subversivo. Hollywood no está necesariamente sesgado hacia una determinada visión política, pero sí hacia lo que genera dinero y lo que no. Ciertamente, desde el conflicto en Gaza y el secuestro de rehenes por parte de Hamas, la situación ha empeorado.
Como están las cosas, podría parecer que el giro que dará el mundo, en términos políticos, en 2025 será, de hecho, un retroceso a los años finales de las décadas de 1950 a 1970. Claro que no contaremos con la distribución de la riqueza que hubo en esas décadas y ,quizás, allí resida el verdadero dilema.




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