
Si bien no puede hablarse de un cambio radical en su estética, La pianista y, sobre todo, La cinta blanca presentan un cierto relajamiento del rigor narrativo característico de Haneke. En esta última película, introduce elementos que facilitan la comprensión del espectador, aunque el film mantenga una estructura coral en la que es necesario orientarse. La historia comienza con la voz en off de un anciano que expone, de manera clara y serena, la premisa del relato.
Se establece un vínculo explícito entre el narrador y su presencia en pantalla: es el maestro del pueblo, en su juventud. Aquí no hay confusión ni ruptura en la línea narrativa. Aunque Haneke sigue recurriendo a su característico fuera de campo para la violencia y a sus planos fijos prolongados, la cámara en esta ocasión acompaña más activamente a los personajes, con un mayor uso de travellings. Esto también se refleja en el montaje: La cinta blanca y La pianista son, dentro de su filmografía, las películas que más recurren a la edición. Son, en definitiva, las que más se distancian de la rigidez teatral de sus otras obras, caracterizadas por una puesta en escena hierática y frontal.

Sin embargo, Haneke sigue disfrutando su papel de cineasta severo y provocador. Su obra está atravesada por tensiones y contradicciones. Si bien se lo puede considerar un incansable crítico de la violencia y sus representaciones, también es difícil no percibir una cierta fascinación por ella en su mirada. Quizá lo que lo hace tan interesante es su posición en ese umbral incierto, oscilando entre otorgar al espectador una aparente libertad y someterlo a un dispositivo narrativo riguroso y opresivo. Sus relatos son abiertos y exigen una participación activa, pero al mismo tiempo encierran al espectador en una experiencia que lo confronta, lo sacude y lo deja atrapado en su propio desconcierto.
El sistema Haneke podría resumirse en un principio más bien halagador: alejarse de los modos de representación dominantes. Y, por supuesto, del de la televisión. Su planteamiento implica, entre otras cosas, la ralentización del flujo de imágenes, en especial las de violencia, y con frecuencia también del relato. Su premisa es que la lentitud genera un mayor impacto que una representación sincopada, en la que, debido al fenómeno de disipación mencionado antes, la emoción apenas deja huella. O no lo hace en absoluto.

Desde esta perspectiva, su puesta en escena se convierte en un espacio de democracia cinematográfica, un territorio de libre expresión e interpretación, en contraposición con un flujo rápido de imágenes que configuraría un cine de esencia autoritaria. Al llevar la duración al extremo hasta provocar incomodidad, Haneke busca revelar "la violencia tal como es realmente: algo difícil de digerir", según sus propias palabras al referirse a Funny Games. Ambas versiones de la película pueden considerarse ejercicios de estilo en torno a esta cuestión, con la firme intención de retratar la realidad de la violencia, el dolor y las heridas, tanto físicas como psicológicas.
Sin embargo, el uso del tiempo prolongado en sus filmes no se limita a la representación de la violencia. También se inscribe en la monotonía de lo cotidiano, permitiendo que emerja ese característico sentimiento de incomodidad, en el que la forma de representación se entrelaza con la idea de civilización. Es el espectador quien decide, o no, proyectar en ello sus propios malestares civilizatorios. Este enfoque basado en lo aparentemente trivial está especialmente presente en la "glaciación de los sentimientos" que define su trilogía inaugural: El séptimo continente, Benny’s Video y 71 fragmentos de una cronología del azar. Posteriormente, se manifiesta de forma algo más matizada en Código desconocido o Caché.

Haneke también se aparta de los cánones estéticos dominantes mediante el uso del fuera de campo. Exceptuando la eliminación de un torturador en Funny Games, la autoherida letal en Caché y la paliza brutal a Ericka en La pianista, su filmografía —pese a girar en torno a la violencia— rara vez muestra escenas explícitas de agresión física. En su lugar, lo que se inscribe en la pantalla son las consecuencias y los efectos posteriores de la violencia sufrida: cuerpos inertes bañados en sangre (Funny Games, 71 fragmentos), individuos abatidos, desesperados, aturdidos, sumidos en comportamientos obsesivos o en una gélida indiferencia, como el joven protagonista de Benny’s Video.
El uso de la duración y del fuera de campo sitúa a Haneke en una puesta en escena que apela a la sugestión, invitando a la imaginación y a la participación activa del espectador en la representación. Son estrategias de distanciamiento que, según él mismo explica en un número de la revista Transfuge, denotan "un respeto por el espectador", al concederle "la libertad de reconstruir su propio relato sin ser forzado a aceptar una verdad absoluta". Un cine en el que la mirada conserva cierto libre albedrío.

Pero aquí surge una cuestión clave: el procedimiento. Convertir estos "recursos" en un mecanismo casi sistemático para influir en la percepción del espectador puede acabar configurando un dispositivo en el que la mirada se ve atrapada y condicionada. Así, pese a sus múltiples estrategias de distanciamiento y su aparente fundamento democrático, la puesta en escena de Haneke se sostiene sobre un principio de autoridad del cineasta sobre el espectador. Es un poder que él mismo llevó al extremo —para desconcierto de muchos— en Funny Games, donde el dominio del director se materializa en la anulación arbitraria de un final feliz largamente anhelado, al menos como vía de escape, si no para la familia protagonista, sí para el propio espectador.
Más allá de este caso concreto, lo que está en juego es la compleja cuestión de la libertad en el cine y, por extensión, en los distintos ámbitos de la sociedad. Y, en última instancia, no parece una pregunta ni banal ni carente de sentido.

Había una vez un austriaco nacido en Múnich en 1942 cuyo cine es una búsqueda del Mal. Resulta imposible resistir la tentación de encontrar en los pocos elementos biográficos a nuestra disposición una explicación a las obsesiones del cineasta. Este Mal se apodera de los seres, es difuso, invisible, inextricable y misterioso. En este sentido, La cinta blanca, crónica de una comunidad del norte de Alemania protestante y novela sobre la gestación del nazismo, es un desenlace lógico dentro de la filmografía de Haneke.
La elección de situarse en este entorno cultural y geográfico de Alemania no es en absoluto neutral. La historiografía ha destacado la experiencia de la Primera Guerra Mundial como un catalizador de los totalitarismos bajo el término de una brutalización de las sociedades. Esta se manifiesta como una forma de habituación a la violencia bélica que acaba por invadir todos los campos de la sociedad civil de la entreguerras. Sin embargo, Haneke sitúa su película antes del estallido del conflicto. Además, el nacionalsocialismo nació en la muy católica Baviera. Al localizar La cinta blanca en un pueblo y una comunidad donde prevalece un orden rígido, el cineasta busca transmitir otra cosa.

El cine de Haneke en esta etapa pone en foco dos aspectos fundamentales. El primero es la preocupación por las normas y el respeto en una sociedad rígida y jerárquica, donde la obediencia no surge de un instinto natural, sino de un orden social que mantiene un control vertical. Las clases altas, por miedo a perder sus privilegios, apoyan a quienes aseguran el mantenimiento de ese orden. El segundo aspecto es el espacio, que en el cine de Haneke se presenta como un lugar de inmovilidad del que no se puede escapar. En contraste, el nazismo ofrece una aceleración de la historia y una liberación de las restricciones sociales, especialmente en la exaltación de la virilidad, una respuesta a la rigidez de la época.
¿Cómo se enfrenta la sociedad a la violencia del pasado y sus efectos a largo plazo? ¿Hasta qué punto las generaciones posteriores están condenadas a repetir los errores de sus antecesores si no se enfrentan directamente a esos traumas? En la siguiente entrega, exploraremos más a fondo cómo Haneke descompone estas estructuras de poder, tanto personales como sociales, y cómo sus personajes navegan entre la pasividad y la complicidad, dos caras de la misma moneda del Mal.

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