Siempre fui una persona muy miedosa y es aún al día de hoy, a mis casi veintiocho años, que la oscuridad me sigue resultando muy hostil.
En mi preadolescencia, siendo la más chica de cinco primas que tenían una fascinación por el terror, miraba todas las películas que ellas veían aún sabiendo que en medio de la noche querría ir al baño y por miedo me aguantaría hasta la primera luz del día.
Pero con el paso del tiempo los temores a lo paranormal, a monstruos escondidos dentro del armario fueron perdiendo fuerza y le fueron dando lugar a otros miedos más reales, más concretos, más espeluznantes: los seres humanos.
Ser consciente de ese tránsito personal es lo que me lleva hoy a querer hablar de la obra de Guillermo Del Toro El laberinto del fauno (2006).

Esta película del director mexicano conjuga fantasía y realidad para suscitar una pregunta: ¿Cuáles son los verdaderos monstruos?
La realidad relatada por Guillermo Del Toro
El laberinto del fauno se sitúa en una España post guerra civil, con la dictadura de Franco y un régimen semifascista instaurándose mientras hay focos de la resistencia republicana aún encendidos. Pero lo interesante es que Del Toro nos da acceso a ese contexto tan complejo a través de los ojos inocentes de una niña: Ofelia.

¿Es quizás la elección del nombre Ofelia una referencia directa a la tragedia de Shakespeare Hamlet? Claro que sí.
Ofelia y su madre Carmen se mudan al campo. Allí viven junto al marido de Carmen y padrastro de Ofelia el capitán Vidal, un general franquista dispuesto a sofocar a la resistencia maqui a como dé lugar.
Esa realidad marcada por la pérdida, el hambre y la capacidad casi nula de imaginar un futuro mejor, se alterna con la fantasía de una niña de once años. Esa fantasía, aunque también bastante espeluznante, funciona como escape y refugio para Ofelia.
El laberinto, el fauno y una princesa perdida
Desde el comienzo de la película sabemos que un rey espera el regreso del alma de su hija, reencarnada en el mundo humano, para reunirse nuevamente con ella.
Ofelia se encuentra con el fauno y este le dice que deberá pasar tres pruebas para poder retornar a su reino y reencontrarse con los suyos.

Un sapo gigante, un monstruo pálido con ojos en la palma de las manos y un fauno. Son monstruos pero no por su apariencia sino por lo que simbólicamente significan.
Hay quienes asocian al sapo con el sistema patriarcal y quienes lo relacionan con la bota del franquismo que asfixiaba a la sociedad española (y ambas miradas me parecen válidas e interesantes); al monstruo pálido en relación a la hambruna que azotaba a la mayoría del pueblo en 1944, mientras los altos poderes gozaban de privilegios; y al fauno a la cadena de poder militar y la necesidad de la reflexión y la desobediencia puesta en escena cuando Ofelia se niega a derramar sangre inocente.

Sin embargo el verdadero monstruo en el filme de Del Toro es el Capitán Vidal. Este personaje representa la crueldad, el autoritarismo más furibundo y el machismo más encarnizado.

El laberinto del fauno nos muestra que los monstruos más espeluznantes no son los que viven en la sombra, debajo de la cama o dentro del armario. Algunos de los monstruos más temibles llevan uniforme, quizás túnicas o tal vez traje, pero siempre, inevitablemente, tienen en sus manos mucho poder.
Volviendo al tema inicial, personalmente me di cuenta cuáles eran los verdaderos monstruos cuando dejé de temerle tanto a la oscuridad y empecé a temerle a eso que está a la vista de todos pero nadie ve: la pasividad, el dejarnos derrotar por el hecho de que “las cosas son así y no van a cambiar”, el bajar los brazos, el no desobedecer, el no luchar. Ese para mí es el peor monstruo.

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