Hace más de una década que The Office se convirtió en un fenómeno cultural. Esta serie, que inicialmente pasó desapercibida, al menos para mí, se ha consolidado como una obra maestra de la comedia, una que sigue dando de qué hablar incluso años después de su final. Escribo estas palabras tras haber visto la serie completa por tercera vez, con la perspectiva de alguien que, entre risas y momentos incómodos, se ha encontrado reflejado en uno de los personajes más polémicos, frustrantes y, paradójicamente, entrañables: Michael Scott.
Michael no es el típico protagonista. Es políticamente incorrecto, torpe, y tan desesperado por ser querido que a menudo lo arruina todo. Desde el primer episodio, deja claro que no es el jefe ideal. Pero con el tiempo —y son siete temporadas en las que convivimos con él— vamos descubriendo que detrás de sus chistes malos, comentarios insensibles y decisiones cuestionables, hay una persona profundamente humana.
Un ejemplo perfecto de lo complicado que es Michael es su relación con Jan Levinson. Para ella, Michael empieza siendo como una curiosidad, un capricho. Es alguien tan raro y espontáneo que, aunque no le cuadra del todo, termina atrapándola. Pero una vez están juntos, Michael no sabe qué hacer. A pesar de ser superficial y valorar mucho el físico, Jan lo sobrepasa en todos los sentidos. Es hermosa, sí, pero también dominante y caótica. Él, que se veía como un "ganador" por estar con ella, termina completamente amedrentado, perdido entre sus exigencias y su necesidad de complacerla. Esta relación muestra una de las facetas más vulnerables de Michael: su incapacidad para lidiar con el amor real más allá de la fachada.

Pero si hay un momento en la serie que realmente te deja con la boca abierta y te hace respetarlo como nunca, es cuando Michael decide renunciar a Dunder Mifflin para crear The Michael Scott Paper Company. De entrada, parece una de sus peores ideas. ¿Cómo alguien tan caótico y sin un plan sólido puede sobrevivir en el mundo empresarial? Y, sin embargo, contra todo pronóstico, Michael lo logra. Acompañado por Pam y Ryan, establece una pequeña operación que inicialmente parece condenada al fracaso. Pero Michael, con su carisma y persistencia, empieza a robar clientes importantes a Dunder Mifflin, lo que eventualmente fuerza a la compañía a comprar su empresa para detenerlo. Este momento es un verdadero comeback. Lo que parecía otra de sus decisiones impulsivas y desastrosas termina siendo una de sus mayores victorias. Michael no solo recupera su puesto, sino que también demuestra que, bajo su exterior torpe, hay un líder astuto capaz de salir adelante cuando nadie lo espera.

Por ende, lo que hace tan único a Michael como antihéroe es que no es alguien a quien quieras imitar, pero tampoco puedes odiarlo completamente. Sus errores y fracasos son tan evidentes, tan humanos, que terminas sintiendo empatía. En lo personal, me identifico con varias de sus inseguridades. Como Michael, también he sentido esa necesidad de destacar, de que me vean, de que me reconozcan. Y como él, he cometido errores en el proceso.
Michael es un recordatorio de que ser humano significa equivocarse. Que a veces no es la perfección lo que nos hace querer a alguien, sino su capacidad para intentarlo a pesar de todo. Al final, más que un jefe desastroso o un comediante fallido, Michael Scott es un espejo incómodo pero conmovedor de nuestras propias luchas por ser aceptados.

Y esta es, quizás, la magia de The Office: la mayoría de sus personajes tienen algo de antihéroes. Cada uno de ellos, con sus defectos y rarezas, nos muestra lo complicado que es ser humano. Jim, con su cinismo, Dwight, con su obsesión por el control, incluso Kevin y su torpeza adorable. Todos ellos tienen algo que odiamos y algo que amamos. Bueno, casi todos. Porque Angela... uff, con Angela no hay manera.

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