Perdidos en la traducción, encontrados en Tokio

Spoilers

Perdidos en Tokio, titulada originalmente Lost in translation, se estrenó en 2003 y, más de veinte años después, sigue siendo uno de los films más destacados de Sofia Coppola.

El título original, que podemos traducir como “Perdidos en la traducción”, ya nos habla de una limitación con el lenguaje, de la soledad de los personajes en un país en el que no pueden mantener una conversación. Bob Harris, protagonizado por Bill Murray, es un actor reconocido que viaja a Tokio a grabar un comercial de whisky. En las escenas de la filmación de la publicidad, él escucha cómo los directores hablan entre ellos pero a él le traducen la mitad de las cosas. Lo ve al director enojado, gritando, pero no logra entender qué es lo que quiere de él. Charlotte (interpretada por Scarlett Johanson) viaja a Tokio con su esposo, que es fotógrafo y acompaña a una banda de música.

La película nos habla de los 2000 en Tokio, una época en la que la tecnología empezaba a teñir y consolidarse como protagonista de nuestras vidas. Es notorio más que nada en Bob, que pertenece a otra generación y se choca constantemente con la tecnología adentrándose en sus espacios. Le llegan faxes a cualquier hora de la noche que lo despiertan, se queda trabado en una cinta de gimnasio que no sabe cómo controlar, con las persianas de la habitación que son también automáticas, con la ducha que tiene tal o cual indicación. Todo es aparatoso, artificial.

Esta desconexión con la tecnología también se traslada a los protagonistas, sus parejas y sus amigos. Charlotte llama, muy angustiada, a una amiga y le cuenta que fue a un templo donde había unos monjes que cantaban y no sintió nada, que no tiene idea de quién es el hombre con el que se casó. La amiga, del otro lado del teléfono, está evidentemente ocupada con otra cosa y no registra su angustia, sólo le dice “divertite, hablamos luego”.

Lo mismo sucede en una llamada entre Bob y su esposa. Bob la llama a la noche (en Estados Unidos, donde está su esposa, ya es de día). Bob está ebrio y quiere contarle de su noche, de las cosas que vio. Ella está en otra cosa, les está preparando el desayuno a los hijos y tiene que llevarlos al colegio. Cada uno está en su propia conversación. Él le dice “te amo” pero, del otro lado, sólo escucha el tono del teléfono.

Es como si, de alguna manera, Charlotte y Bob estuvieran no sólo perdidos en Tokio, sino perdidos también en sus propios mundos, en sus realidades. Ella está casada hace dos años, él hace veinticinco, pero ambos se encuentran en una misma situación como de punto muerto. Charlotte terminó la carrera de filosofía y no sabe qué hacer con su vida, Bob ya es un actor con trayectoria pero su agente lo manda a filmar una publicidad a la otra punta del mundo.

Hasta que los personajes tienen su primera conversación en el bar, se los ve como deambulando. No tienen con quién hablar y las personas con las que se topan sólo conversan con ellos de una manera superficial, fría, protocolar. Charlotte es la primera persona que le pregunta a Bob cómo está y que se toma el tiempo y hace una pausa para escuchar su respuesta.

Son dos seres que no entienden lo que les comunica el mundo que los rodea, una traducción incomprensible para ambos. Están lost in translation. Cuando conectan entre ellos dejan de estar perdidos, se encuentran, sin necesidad de traducciones.

Es llamativo cómo, a pesar de cumplirse veinte años de su estreno, la película nos invita a reflexionar y nos hace dialogar con nuestro propio presente, en donde la tecnología avanzó a pasos agigantados y la inteligencia artificial comienza a reemplazar el trabajo humano. En este sentido, la historia me llevó casi de forma natural a Her, una película estrenada en 2014, dirigida por Spike Jonze (que además es el ex marido de Sofia Coppola). Her retrata el romance entre Theodore, un escritor (Joaquin Phoenix), y su sistema operativo, Samantha (también interpretada por Scarlett Johanson).

En Her, al igual que en Perdidos en Tokio, está muy presente la idea de la soledad ante lo inmenso. Theodore está rodeado de tecnología, completamente estimulado en una realidad que abraza la inteligencia artificial, pero se siente muy solo porque no logra conectar en profundidad con nadie, hay una idea de que todos están en su propio universo. Lo mismo pasa con Bob y Charlotte, esta idea de no hallarse, estar solos, incomunicados, en una ciudad enorme, luminosa, ruidosa.

En este sentido, cuando Bob y Charlotte se encuentran, hay también un encontrarse a ellos mismos en esa ciudad. Después del estreno, se elaboraron muchas teorías sobre cuál es el vínculo entre ellos, puntualmente a partir del susurro final. Esa escena en la que Bob se está yendo de la ciudad en un taxi y la ve a Charlotte caminando. Se baja y logra alcanzarla entre la gente.

¿Por qué Sofia Coppola elige que no lo escuchemos? Creo que a veces el silencio resulta más penetrante que cualquier diálogo. De hecho, la directora ha expresado en varias entrevistas que Bill Murray no siguió la línea de diálogo que estaba planteada en el guion, sino que improvisó. A lo largo de los años, paradójicamente con la temática de la película, se usaron tecnologías para interpretar lo que había sido dicho. La opción que más convenció a los fanáticos fue que Bob había dicho “Tengo que irme, pero no dejaré que eso se interponga entre nosotros. ¿De acuerdo?”.

En lo personal, dudo. Creo que es una versión que nos gusta porque nos da esperanzas de que el vínculo va a seguir. Yo creo, pecando tal vez de poco optimista, que los personajes no se volverán a ver, que desarrollaron una intimidad y un vínculo que sólo podía suceder en ese tiempo y espacio, no en otro lugar. En un sentido, fuera de todo tiempo y espacio “real”.

Perdidos en Tokio nos habla de eso, de un encontrarse entre la multitud, de la calidez del gesto humano, de darse una pausa, de la escucha. Bob y Charlotte se acompañan en la soledad y logran desarrollar un universo, casi lúdico, que transforma completamente y de forma sustancial su estadía en Tokio.

Casi al final de la película, Charlotte vuelve a ir al templo al que había ido en un principio y su experiencia es distinta. Más allá de que es una transformación sutil, ahora es claro que está conectada a ese tiempo y espacio. Al principio, la habíamos visto a ella muy chiquita ante una ciudad inmensa que la asfixiaba. Algo dentro de ella cambió, se afianzó.

Las sutilezas del guion son claves para lograr una historia que nos conmueve de principio a fin. La directora también podría haber elegido que Bob se quedara en Tokio, que Charlotte se separara y vivieran una historia de amor. Sin embargo, hay algo en la forma en que está contada la película que nos sumerge en una historia pequeña, un relato despojado y crudo. No hay grandes transformaciones ni sucesos maravillosos, es la vida misma.

En este sentido es que creo que Perdidos en Tokio no pierde actualidad ni se vuelve vieja. Sí, vemos muchos cambios en las tecnologías desde el 2000 hasta el presente, pero aun así nos resuena profundamente la idea de estar sumidos en una realidad que nos ahoga, que nos pasa por encima. Perdidos en Tokio nos habla, más que de perderse, de encontrarse entre la multitud.

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