Volver a ver es parte de este asunto de ver películas y de escribir sobre ellas. Y acompañar a ver películas que uno ya vio a sus hijos es parte de los asuntos de ser padre; de la mejor parte, por cierto. Y así fue cómo vi otra vez Elf en una sala de cine hace unos pocos días, más de veinte años después de verla en el cine en el momento del estreno. Hoy en día ya tenemos claro -con toda justicia- que Will Ferrell es uno de los comediantes clave de las últimas décadas, pero a principios de este siglo tenía pocas películas en su haber como protagonista. De hecho, cuando se estrenó Elf, a fines de 2003, recién había pasado poco más de un año desde su despedida de Saturday Night Live, el 18 de mayo de 2002, en un programa especial en el que le hicieron una gran despedida. Cuando comenzó en SNL, Ferrell no fue bien recibido por los televidentes y llegó incluso a ser votado como el peor integrante del programa, pero en su última temporada en SNL se había convertido en el integrante mejor pago de esa legendaria cantera de cómicos. Ese cambio en el parecer del público de SNL seguramente haya tenido que ver con que Ferrell es el comediante del desajuste, el comediante fuera de lugar, el comediante gigante y anómalo, y había que estar abiertos a entender su novedad y su genialidad cómica, y en ocasiones los espectadores llegan tarde a las revelaciones. Por esos años, en la revista El Amante ya lo defendíamos -unos pocos en la redacción éramos devotos de A Night at the Roxbury, claro- y en la escuela de crítica de la revista hasta había una clase sobre Ferrell en la asignatura “Cómicos y comedia” (¡esas eran materias!).
Con evidencia y con contundencia, podemos decir que Ferrell es no solamente un gran comediante sino que además podríamos afirmar que es enorme y lo es también en sentido literal. Uno de sus rasgos característicos siempre ha sido el humor físico: ya verlo correr en la pantalla es una acción destinada a la hilaridad, un movimiento lleno de comicidad o de potencia cómica. El cuerpo de Ferrell es un exceso, un desborde, un elemento plástico y disparatado, y la eficacia de muchas de las películas que protagonizó se sostenía y se sostiene en que no había ni hay decorado ni puesta en escena capaz de contenerlo. La comicidad de Ferrell se escapa de los bordes, la comicidad de Ferrell se excede, la comicidad de Ferrell se expande con fuerza centrífuga y en ese movimiento salen volando cosas, personas y órdenes diversos. No es del todo descabellado pensar que el germen de una película como Elf haya surgido de esa cómica desproporción de Ferrell en el plano. En Elf (aquí llamada Elf, el duende) nuestro comediante -perdón, nuestro protagonista- es adoptado de bebé por los duendes que habitan el Polo Norte y trabajan para Papá Noel (es decir, Santa Claus como le dicen en Estados Unidos, o el Viejito Pascuero como le dicen en Chile). Buddy, tal el nombre del duende interpretado por Ferrell, crece y crece, y crece más allá de cualquier tamaño lógico para un duende. Y las instalaciones de los duendes ayudantes de Santa Claus, bueno, son de un tamaño bastante alejado de las necesidades del gigantón Buddy. Así las cosas, los inodoros parecen para él apenas una ensaladera (y no muy grande) y tiene que dormir en dos camas pegadas y así tampoco entra. Buddy es una desproporción, alguien fuera de lugar, alguien que deberá encontrar otro espacio, alguien que deberá ponerse en movimiento.
Elf es una película-cuento navideño, y además es una película sobre un viaje y también una película sobre encontrar al padre y un poco también una comedia romántica. Y era el segundo film como director de Jon Favreau, que poco tiempo después pasaría a ser uno de los pesos pesados de la industria (la primera y la segunda de las Iron Man llevan su firma, por ejemplo). En Elf, la dirección de Favreau y el guión de David Berenbaum esquivan los riesgos de reblandecer demasiado navideñamente el relato, y también esquivan la explotación al infinito del “no encajar” de Buddy en cada lugar que transita y apelan a diversos tipos de humor (lo hay directo, de golpes y porrazos y también oblicuo, lateral, angulado). Los policías montados del Central Park -luego de una jocosa referencia a un famoso concierto de Simon & Garfunkel- son presentados de forma siniestra, y Favreau los presenta como si fueran malvados de western, o los cuatro jinetes del Apocalipsis, es casi la única imagen sombría de esta película en extremo luminosa. Pero incluso esos jinetes son parte del juego de esta película, un juego en forma de una comedia “de concepto” que confía en el cine y sus tradiciones: una de esas películas de principios de este siglo que seguían cargadas del espíritu de la década final del siglo anterior, una de esas para ver en una sala de cine y multiplicar las carcajadas gracias a la compañía de otros espectadores.
Por último, para no olvidarnos nunca de Ferrell -imposible con su tamaño-, podemos decir que Favreau y Berenbaum lo aprovechan con gran inteligencia: lo sueltan en los decorados y el cómico activa los elementos y los personajes dispuestos a su alrededor a puro golpe y rebote: desenmascara con una convicción imperturbable a un falso Papá Noel, explica con absoluta seriedad y tono científico que toda la comida que consume es exclusivamente dulce y un árbol de Navidad tan excesivo en tamaño como él mismo se derrumba estruendosamente ante sus “cuidados”. El duende Buddy, el duende Ferrell, es un duende suelto en Nueva York, una fuerza centrífuga de comicidad fuera de lugar, alguien alto, rubio y con ropa verde que llega al Empire State a buscar a su padre biológico, a su padre humano, a su padre no-duende. Y quién mejor para ese rol que el también enorme y recordado James Caan (este 6 de julio se cumplirán dos años de su muerte), alguien del que podemos ponernos a revisar unas cuantas películas con su presencia para reafirmar que cada día actúa mejor.
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