La última película del director de Caveat (2020) tiene el mérito de funcionar para diferentes, y opuestos, sistemas de creencias.
Una mujer rubia estira los brazos sobre una mesa. El reflejo de la superficie espejada deja ver a un hombre/monstruo de madera con la boca desencajada. Every murder lives on es la frase que figura bajo el título del film: Lo que murió, persiste. Lo que está muerto está entre nosotros. Sólo por esto, y sin otra información, el estreno se hace esperar. El encuentro con su imagen de promoción tiene la potencia suficiente como para mantener un estado de alerta y ponernos en situación de espera hasta nuestro encuentro definitivo. Cada una de las promesas que la imagen ofrece, o destila si hablamos de una posible atracción a primera vista con la película, se hacen presentes luego de ver el film. McCarthy cumple lo que promete. Estamos invitados a una fiesta sobrenatural.
Oddity, o “rareza” como se la podría traducir de manera literal, es la última película del director irlandés Damian McCarthy. Si hay algo que queda claro es que sabe lo que hace o que, al menos, hace lo que sabe y lo que quiere hacer. La sinópsis describe íntegramente todo lo que ocurrirá en el film. En el primer aniversario de la muerte de su hermana melliza, Darcy decide visitar la aislada casa de campo donde su hermana vivía con su esposo al momento de ser asesinada. Para sorpresa de Ted (Gwilym Lee), su ex cuñado, llega sin previo aviso, lo que incomoda a Yana (Caroline Menton), su nueva pareja. Darcy es una médium ciega que tiene una tienda de antigüedades y posee la habilidad de leer los objetos personales de quienes ya no están simplemente tocándolos. De manera llamativa, ha llevado con ella un baúl como regalo, el cual contiene un extraño maniquí de madera. No será la única vez que una llegada inesperada a la casa desate el caos.

La primera secuencia presenta el conflicto central de la película. Dani, la esposa del Dr. Ted, es asesinada dentro del hogar que acaban de adquirir. McCarthy construye esta secuencia focalizando en los momentos previos a su muerte en los que debe decidir si confiar o no en el extraño paciente que llega de noche para advertirle que hay alguien más con ella en la casa. No vemos el crimen, no vemos la amenaza, no sabemos qué pasó. La certeza recae en una serie de acciones que serán fundamentales para el desarrollo del film. El ojo del paciente es falso, la cámara de fotos podría haber registrado lo ocurrido, la casa es un espacio de amenaza. A todos estos elementos, que el espectador conservará en su memoria a lo largo del film, se suma el más importante de todos: Dani tiene una hermana a la que llama horas antes de morir para decirle “estamos conectadas”.
En estos primeros minutos conocemos a Dani. Por eso es entendible que, los siguientes a su muerte, estén dedicados a Darcy, su hermana melliza. Es Carolyn Bracken la encargada de interpretar ambos personajes. Aunque visiblemente diferentes, la conexión que se construye en torno a la misma actriz refuerza la idea de que, aunque distintas, Darcy y Dani son dos caras de una misma moneda. A la juventud y energía de la hermana muerta se le contrapone el aire decadente y perturbado de quien sigue viva. A la construcción de la médium como mujer desprovista de todo contacto con lo real, sobre todo por su ceguera, se enfrenta la de Dani como una mujer feliz con la vida que había construido. Descubriremos que a las dos les falta algo que sólo aparece cuando están juntas en este o en otro plano.

Ted, el ex esposo de Dani, es el psiquiatra suplente de un hospicio del cual próximamente será el encargado. El espacio, repleto de hombres perturbados y sin presencia femenina, se presenta como un lugar oscuro y de encierro, atravesado por una violencia sistémica e implícita. Ahí vivía el asesino de Dani llamado Olin Boole (Tadhg Murphy), un hombre acusado de matar a su madre por haber sido golpeado por ella hasta hacerle perder un ojo. El sistema de creencias de Ted, anclado en la ciencia y en la racionalidad, lo ubica en el lado opuesto al de Darcy. Donde ella ve fantasmas, él ve un tumor que necesita tratamiento médico. Por ende, el encuentro entre ambos y la permanencia de Darcy en su hogar será desestabilizante para su cotidianeidad pero no para su forma de ver el mundo. Ted nunca abandona la condescendencia, Darcy siempre es tratada como una enferma psiquiátrica más. La situación es diferente en lo que refiere a Yana, la nueva pareja de Ted. La insistencia de Darcy por permanecer en la casa y ofrecer como presente al hombre de madera del baúl la pondrá en una situación compleja. No sólo porque la obliga a repensar su relación sino porque comienza a experimentar un contacto con Dani para el que no estaba preparada. Ya sea en las fotos que contiene la cámara o en la oscuridad de la casa, Yana ve a la ex esposa muerta.

McCarthy construye un film donde el lugar de la visión será determinante en múltiples niveles. Todo está asociado con el acto de ver/no ver y con el rol de la mirada. Desde la construcción narrativa, el ojo falso de Olin Boole será determinante para que Darcy descubra la verdad de lo que ocurrió. Desde el sistema de personajes, podría plantearse algo semejante. Están quienes no ven pero presienten, quienes pueden ver pero no lo hacen con atención, quiénes eligen no hacerlo y quienes necesitan ayuda para poder ver lo que ocurre delante de sus ojos. Es en los objetos donde estas categorías adquieren mayor relevancia. Darcy puede ver aún siendo ciega, Dani parece no poder ver. La cámara fotográfica permite ver lo que no se ve, el ojo falso permite descubrir una verdad que a simple vista pasó desapercibida. El crimen, elemento central del film, se descubre sin ser visto. Esta regla aplica para todos los actos de violencia que McCarthy le ofrece al espectador.
En este trabalenguas de sentido, ver/no ver, está la médula del film, basada en la existencia y cruce de dos planos que dialogan continuamente: el de lo real y el sobrenatural. Este borde en el que el espectador habita constantemente se sostiene por la claridad con la que McCarthy construye la narración. Oddity tiene un guión limpio, donde cada pieza encaja perfectamente con la siguiente y con la anterior. Cuando creemos que logramos anticiparnos a su propuesta el director ofrece una vuelta completamente inesperada. Esta ambigüedad permite una lectura doble. Para esto es central el modo en que despliega los acontecimientos. El abandono de la linealidad narrativa y el uso de flashbacks que suman información reelaborando los acontecimientos es uno de sus mayores aciertos. Gracias a ello somos capaces de descubrir qué ocurrió la noche de la muerte de Dani.

Otro de los aciertos del director es el sistema de personajes que construye. Gracias al trabajo de fotografía de Colm Hogan, el espacio donde viven y se despliegan las historias es el de un mundo extraño y viejo, extravagante, casi atemporal. Sus comportamientos, que parecen no tener anclaje en lo real, se perciben monstruosos, desprovistos de humanidad. Aquí es donde la figura del maniquí de madera sobresale. Ese objeto estático perturba por sus rasgos humanos y su gesto detenido. Nuestra atención está anclada en esa figura, esperamos el momento en que cobre vida. Sin embargo, no es el único. Para McCarthy los objetos están cargados de una fuerza, sobrenatural o no, que aguarda la acción y la atención humana. O quizá, es en lo que tiene vida y en lo que no dónde se despliegan todas las relaciones del film.

El encanto de Oddity es una suma de elementos que la convierten en un film que puede leerse como una historia clásica de fantasmas, donde su efectividad recae en la sutileza y en la fuerza de su ambigüedad, o como algo diferente. Desde lo visual, es elegante. La paleta de colores, mustia y otoñal, refuerza la sensación de duelo y abandono que experimenta Darcy. Como espectadores, sabemos y sentimos que estamos en el ocaso de algo. Esta sensación, que atraviesa las diferentes capas del film, logra construir un relato que habilita una doble lectura, trasladándole al espectador la responsabilidad de conectar con la historia desde su propio sistema de creencias. Esa liminalidad, esa línea que separa la película de fantasmas de aquella que pone el foco en un crimen pasional, es lo suficientemente elástica como para funcionar en cualquiera de sus lecturas. Es el espectador el que puede definir, sobre todo en el final, qué tipo de película vió y con qué conclusión se queda. ¿Es un relato sobrenatural? ¿Una historia que, desde el drama, aborda el desprecio y la venganza? La respuesta a estas preguntas es la del final abierto que deposita en el espectador la necesidad de llegar a una conclusión de una historia plagada de múltiples sentidos.
Como si de un manjar se tratara, la última película de Damian McCarthy nos deja con la sensación de satisfacción que el cuerpo experimenta al probar algo único, distinto a su especie. Es lo que los japoneses definen como umami, un sabor delicioso que persiste en el cuerpo. Es en la simpleza donde el director se mueve con gran astucia, lo que le permite hacer una película efectiva en cada uno de sus aspectos. Oddity es la suma de cientos de aciertos atravesados por las lógicas de los cuentos clásicos de fantasmas que, desde la sutileza, no abandonan tan fácilmente al espectador sino que lo acechan incluso después de que la película termine.
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