Hay películas enfermizas, inclasificables, provocadoras, potentes. Se resisten a ser miradas de modo unidireccional. Son aquellas que atentan contra la comodidad de una butaca o un sillón, sobre todo si uno pretende relajarse, porque la adrenalina aparece para sacudirnos una y otra vez. Retuercen el verosímil, hacen explotar por los aires cualquier intento de unificar un sentido. Imponen sus reglas y, en general, se corren de lo políticamente aceptable. Todo lo anterior podría aplicarse a Amor, mentiras y sangre (Love Lies Bleeding, 2024), dirigida por la cineasta británica Rose Glass, un combo de antídotos contra la tranquilidad y las buenas costumbres. Y también contra una serie genérica de títulos provenientes de otras décadas con los cuales dialoga y desarma paródicamente. En efecto, imaginemos que las heroínas de Thelma y Louise (Ridley Scott, 1991) hubieran triunfado finalmente sin necesidad de tirarlas por un precipicio, o que la protagonista proletaria de Flashdance (Adrian Lyne, 1983) fracasara en su intento por consagrarse como bailarina. O si queremos ir más lejos, ¿qué tal si Hulk (en cualquiera de sus versiones) fuese mujer? Las respuestas están diseminadas en la película de Rose Glass sin ningún pudor, apostando por un cuadro multigenérico en el cual la violencia es explotada como fantasía catártica, con una estética que remite a esa gama de colores y de luces de neón, con pantalones y remeras de la época, aunque manchados de sangre y sudor.

Desde sus primeras imágenes queda claro que, pese al drama, nada es para tomarse demasiado en serio y que la lógica visual se fundará fundamentalmente sobre lo sensitivo antes que lo racional. Nos metemos en un gimnasio de mala muerte en algún lugar de la América profunda, de ésos donde los sueños sólo se concretan en carteles con slogans. Dos secuencias breves alcanzan para introducir a dos mujeres. Una de ellas es la joven Lou (magníficamente encarnada por Kristen Stewart), quien regentea el lugar y se ocupa de todo, inclusive de limpiar los baños. Su adicción al tabaco le genera un malestar importante, al punto que escucha diariamente consejos y diatribas sobre su carácter perjudicial. La otra chica se llama Jackie (Katy O’Brian) y tiene un sueño, llegar a Las Vegas para participar de un concurso de fisicoculturismo. Para ello escapó de su hogar, vive en la calle y se prostituye para conseguir dinero. Justamente, elegirá el gimnasio de Lou para entrenar, pero el destino las une a partir de otros caminos más complejos. Forzando la narrativa hasta bordes impensables de casualidad, el guión les prepara un camino que oscila permanentemente entre el afecto y el horror, entre el placer corporal y la inevitable violencia, porque ese amor lésbico y desprejuiciado se ve envuelto en la trama criminal que atraviesa a la familia de Lou. Su padre (un excéntrico Ed Harris, más iguana que nunca) es mafioso y maneja un lugar de tiros al blanco. Allí caerá Jackie a trabajar luego de haberse vendido a cambio de sexo al cuñado de Lou, un tipo violento y desagradable. En el esquema feminista de la película, por supuesto, los hombres son todos desagradables y animales salvajes. Lo bueno es que, lejos de la proclama y de la agenda, Rose Glass se corre de los lugares comunes y, en todo caso, satiriza la cuestión. Una serie de incidentes alimenta dos vías paralelas. En una de ellas, Jackie quiere llegar como sea a Las vegas y en su preparación se inyecta unos anabólicos que transforman más de lo habitual su cuerpo. En la otra veta, las chicas huyen de una serie de crímenes que tienen que cargarse obligadamente, cometidos accidentalmente o con la misma rabia en que la ficción nos sumerge en su interior. Entonces, entre una especie de cine erótico queer y un thriller negro, recorremos la misma dirección que las protagonistas, en un viaje que incluye mucha sangre, fluidos varios, cuerpos sucios y transpirados, y el caos propio de un mundo que lejos está del sueño de Cenicienta. En ese universon que bordea lo freak, hay una tercera joven, una rubia con los dientes manchados que está detrás de Lou, al palo, en una performance a mitad de camino entre la Bridget Fonda de Jackie Brown (Quentin Tarantino, 1998) y la protagonista de La masacre de Texas (1973), el clásico de Tobe Hooper. Se llama Daisy y es un personaje exasperante que busca tener sexo con Lou en cada rincón y a cada rato. Para ella también hay un insólito destino.

El espacio base que funciona como marco pertenece a Nuevo México, a fines de la década del ochenta del siglo pasado. La caída del muro de Berlín se cuela por un viejo televisor mientras Jackie entrena sus músculos. El mundo parece un lugar horrible donde la dureza infligida a los cuerpos es proporcionalmente inversa al dolor que llevan adentro. Pero hay otro dolor que es a base de golpes literales. El principal destinatario es el cuñado de Lou, un tipo desdeñable que maltrata al borde de la muerte a su mujer, incapaz de dejarlo. Ese tormento tendrá su contrapartida en una escena bizarra que roza el gore y descubre un lugar secreto, una grieta en medio del desierto que aportará otras claves argumentales. Si uno de los primeros planos de la película mostraba a Lou destapando un inodoro, ahora deberá lidiar con otra clase de excrementos físicos y emocionales.
No obstante, como si lo anterior no alcanzara para ofrecer una buena sopa de diversos ingredientes, toda la secuencia final incluye licencias que, en una primera mirada, podrían entenderse como un atentado a la propia película. Sin embargo, por la misma lógica demencial a la que asistimos, la cosa funciona, y funciona porque ya se nos ha preparado previamente a corrernos de los lugares seguros, a dinamitar modalidades genéricas y a no desestimar toques de surrealismo mezclados con la suciedad de varias pesadillas del mejor cine americano de los años sesenta y setenta. La película también trata de la obsesión, de esa pulsión que tira hacia adelante a cualquier precio. Algo ya se veía en Saint Maud (2019), en la persistencia de su protagonista por salvar el alma de una paciente moribunda. Los caminos de la fe y la religión son reemplazados acá por oscuras carreteras con estos personajes que prácticamente se precipitan hacia adelante, a puro vértigo.
Como un desafío a cualquier intento de encasillamiento, la película transita momentos de amor físico, una respuesta ácida a los thrillers eróticos y a la sensualidad comercial de hitos ochentosos como Nueve semanas y media (Adrian Lyne, 1986), momentos de súper acción, de terror y con guiños a un público actual contaminado por la tetosterona de la Marvel. Por último, cabe destacar la banda sonora de Clint Mansell, quien, a base de sintetizadores también recupera las zonas musicales de un cine pensado para estimular, que se hace cargo de su actitud berreta, de sus golpes de efecto y de un sentido gráfico de la violencia. Más que nunca, para clavarse en una butaca y quedar preso o presa de la más pura materialidad que nos puede dar el arte cinematográfico, sin rendición de cuentas, sin culpa y rescatando los poderes y la autonomía de una ficción que avanza libremente. Éxtasis corporal, terror corporal. El celuloide también es cuerpo para entregarse al goce.




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