Adiós a David Lynch 

Ha pasado una semana desde la muerte de David Lynch, y miles de personas en internet han expresado primero su dolor ante el acontecimiento y luego su amor hacia uno de los directores de cine más importantes del siglo XX. No se trata únicamente de cinéfilos desperdigados por todos los rincones del mundo, sino que prácticamente no hubo publicación prestigiosa –desde "The Guardian" al "New York Times"– que no dedicara una editorial al triste hecho. Una catarata de párrafos rebozantes de admiración, celebrando una vez más la obra de Lynch, y agradeciendo al Universo por haber creado una mente tan singular como la suya.

De todos los textos que leí esta semana, tres me conmovieron. El primero es el que escribió la reconocida crítica de cine Stephanie Zacharek para la revista "Time". Debajo de un título que ya dice todo ("Tenemos suerte de haber estado vivos en la era de David Lynch"), Zacharek explica cómo el apellido de este director se convirtió en un adjetivo descriptivo establecido hace décadas en la crítica cinematográfica (lo "lyncheano"). Luego arriesga un elogio insuperable al plantear que, si bien Lynch inspiró a "miles" de cineastas y creadores de televisión, aún así se mantuvo "inimitable" hasta su muerte. Por último, mediante una oración perfecta, sintetiza la obra de Lynch: «Sus películas hacen que las cosas extrañas parezcan normales, y las normales parezcan extrañas».

Lynch en su taller.

El segundo texto pertenece al historiador argentino Fernando Martín Peña, hombre acostumbrado a utilizar las redes sociales para comunicar su monumental trabajo como divulgador, y para abrir su corazón hinchado de una cinefilia salvaje en su desprejuicio. Peña dijo: «Chau Lynch. ¿Era argentino Lynch? Claramente no, pero su capacidad para prescindir de los mecanismos racionales explican la realidad como los argentinos estamos habituados a (no) entenderla. Y eso explica que sintamos tanto su muerte». Y más adelante en su posteo, luego de compararlo con Buñuel y de celebrar la integridad artística que demostró cuando realizó la tercera temporada de Twin Peaks para Netflix («Les tiró por la cabeza el Episodio 8, que no es otra cosa que el origen del mundo posmoderno. La podría haber hecho fácil pero no. Si no te gusta, no lo mires»), Peña cierra con una opinión lapidaria sobre el estado del cine norteamericano en la actualidad: «Y por todo eso –su integridad, su humor, su imaginación creadora, su audacia– una escena de su malograda versión de Duna, vale por todas las horas que pueda imaginar el Hollywood sin alma que nos aburre hoy».

Por último, el adiós que publicó Martin Scorsese sin dudas fue lo más emotivo que leí. Scorsese, colega tan solo tres años mayor que Lynch, lo homenajeo con estas palabras: «Escucho y leo mucho la palabra "visionario" estos días; se ha convertido en una especie de descripción general, otra pieza más del lenguaje promocional, pero David Lynch realmente fue un visionario. De hecho, la palabra podría haberse inventado para describir al hombre y las películas, las series, las imágenes y los sonidos que dejó atrás. Puso imágenes en la pantalla como nada que yo, o cualquier otra persona, hubiera visto jamás. Hizo que todo fuera extraño, inquietante, revelador y nuevo. Y fue absolutamente intransigente, de principio a fin. Es un día muy, muy triste para los cineastas, los amantes del cine y para el arte del cine. A medida que pasen los años y las décadas, su trabajo seguirá creciendo y profundizándose. Tuvimos suerte de haber tenido a David Lynch». Cada uno puede elegir su fragmento favorito de este sentida despedida, el mío es: «Puso imágenes en la pantalla como nada que yo, o cualquier otra persona, hubiera visto jamás». Recordemos, es Martin Scorsese quien está diciendo esto. Probablemente no encontremos mayor elogio hacia la obra de Lynch que esta breve declaración.

Lynch como John Ford en The Fabelmans (2022).

Aunque sí hubo otro homenaje –realizado también por un colega director– más significativo que este, en cuanto no fue la obra lo que celebró, sino la figura de Lynch en sí misma. Estamos hablando de la ya legendaria última escena de The Fabelmans (2022), esa especie de autobiografía con la que Steven Spielberg justificó su temprana vocación por el cine –porque, tarde o temprano, todo director que consigue mantenerse activo hasta la vejez realiza su película "sobre el cine"–. En el final de la película, Sammy Fabelman (Gabriel LaBelle) tiene un breve encuentro con John Ford, esa leyenda del cine norteamericano reverenciada dentro y fuera de Estados Unidos por críticos, cineastas y público por igual, y convertido en ícono gracias al apasionado trabajo de investigación de Peter Bogdanovich –otro director de la misma generación que Lynch y Scorsese, cuyo fallecimiento en 2022 pasó totalmente desapercibido–. Ford, con su parche en el ojo y su cigarro masticado, con sus ciento cuarenta y dos películas estrenadas y sus cuatro premios Oscar a Mejor Director, con sus malos modales y su fastidio ante cualquier tipo de preguntas, recibe a Sammy en su oficina y le da una lección sobre composición de imagen. En el papel la escena es buena, y aquellos que la vieron sin comprender del todo lo que estaban viendo, seguramente la disfrutaron. Pero el único motivo por el cual ya es parte de la historia del cine, es por el hecho de que Spielberg haya puesto a David Lynch a hacer de John Ford. Y sobre todo porque, en su interpretación, Lynch la rompe.

Estos son algunos de los tributos que recibió Lynch, tanto en vida como en la hora de su partida. Ahora que ya no está, cada uno lo recordará a su manera…

Jueves, octubre del año 2001. Me faltan dos meses para terminar el colegio secundario. Eso lo sé. Lo que no sé es que también faltan dos meses para que Argentina vuele por los aires –corralito, estado de sitio, represión, helicóptero, etc–. Mi buen amigo Federico me invita al cine. Tiene ganas de ver una película con título en inglés de la que leyó una crítica alucinada en el diario de ese mismo día. «El tipo se la pasó diciendo que la película es espectacular, pero nada de lo que explica tiene sentido», me previene. En la ventanilla del Cine Lorca, en Avenida Corrientes y Uruguay, sacamos entradas para la función de las 14hs. Entramos a la sala principal, esa especie de pozo con forma de V que obliga a sentarse bien lejos de la pantalla para no terminar con el cuello a la miseria. Las luces se apagan y el fílmico comienza a girar delante del proyector. En los primeros tres minutos ya hay algo que no está bien. Primero veo una secuencia de parejas jóvenes, vestidos con ropa de los cincuenta, bailando delante de una pantalla verde. Se sobreimprime un plano medio de una mujer bañada por flashes fotográficos. Corte. Veo una subjetiva de lo que parece ser una cama grande, con sábanas de color bordó y una frazada verde. La subjetiva se hunde en una almohada. Corte. Desde atrás, veo las luces de posición de una limusina subiendo una colina por un camino asfaltado. Es de noche, y los faros del auto iluminan brevemente un cartel que indica el nombre del camino: "Mullholland Dr.".

Contrario a lo que uno espera de una película (al menos lo que yo esperaba en ese momento) este inicio no me permite "establecerme" dentro del relato. Y esto se sostiene durante las dos horas y media que dura la película. Por momentos no puedo seguir el hilo de la narración, como en la secuencia de inicio, pero en otras partes hay algo mucho más profundo, mucho más desconcertante: no entiendo qué es lo que estoy viendo (ni entiendo para qué me están mostrando aquello que estoy viendo y que no entiendo qué es). Esa sensación es absolutamente perturbadora. E inolvidable.

Adiós David Lynch, adiós y gracias.

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