Anora (Sean Baker, 2024). La otra Cenicienta

Spoilers

Anora, la última película de Sean Baker, se ha llevado el máximo galardón en la reciente edición de los premios Oscar 2025. Parece haber un consenso generalizado acerca de la pertinencia de tal consagración. Es algo lógico, teniendo en cuenta que sus principales competidoras con posibilidades eran Emilia Pérez (aunque devaluada por razones propias como ajenas) y El brutalista, dos exponentes sobrecargados de recursos tramposos y manipuladores. Entonces, pese a su excesiva duración (por momentos, un tanto arbitraria), la historia de Baker se impuso y la fiesta es completa.

La última secuencia de The Florida Project (2017) bien podría enlazarse con aquella en la que Anora y su príncipe ruso bailan y se mueven frenéticamente mientras la cámara los acompaña con un sentido coreográfico, mareándose con ellos. En 2017, el joven cineasta regalaba un hermoso final. Si el cine es el arte del presente, el mejor ejemplo es esa explosión de energía y la sensación de lo inacabado que contagian las dos niñas cuando disfrutan y transgreden la entraña de una sociedad de consumo ajena a los problemas que atraviesan los más excluidos. Y como hablamos de un director sumamente inteligente, no evade las perversiones de un sistema devorador pero tampoco las enuncia con trazos gruesos. Para ello recurre a pinceladas de humor y sobre todo no se resigna a perder humanidad. Por eso, el inolvidable final de 2017. Frente a la opresión y a la tristeza, lo mejor es correr, huir, ser libre. De modo similar, Anora experimenta su fugaz universo de alegría. Los placeres no duran para siempre y hay que aferrarse a ellos mientras se pueda. Son destellos. Algunos duran más, otros menos, porque existen horizontes vedados para quienes menos tienen en este mundo de divisiones. El exceso y la fiesta de unos permiten algunos invitados temporarios. Las niñas corren hacia Disney, pero sabemos que deberán regresar al proyecto Florida, ese condominio habitado quienes viven de lo que pueden. Anora se embarca un tren bala de felicidad, una acumulación de apariencias en las que el cuerpo goza. Pero, todo ello es momentáneo. El tramo final reunirá a los olvidados del sistema: una joven bailarina de cabaret y un gángster de ocasionales encargos. El encuentro sexual funde el deseo de uno y la brutal resignación de la otra. Pero los iguala. Baker es, a la legua, más sutil que Bong joon-ho en Parásitos (2019), aunque refieran algo parecido en países diferentes: el contraste entre la obscenidad material y la pobreza.

Pero empecemos por algo: la secuencia de inicio. Travelling sobre un mundo de sonidos y colores. La letra de la canción habla de estar juntos, de consumar un estado de felicidad, pero el ámbito se relaciona con el trabajo sexual. El movimiento se detiene en Anora, mientras hace un servicio de baile a un cliente. Se trata de un orden de lujuria ralentizada que, en otras manos, podría ser el octavo círculo del infierno. “Esta noche podría ser la más grande de nuestras vidas” reza la melodía pegadiza. Parece un anticipo para este invertido cuento de Cenicienta. La cuestión es su carácter efímero, también adelantado en la canción: “¿Puedes sostenerlo en tus brazos esta noche?” Corte. Un baño de realidad por el cabaret. La exposición de la dinámica de trabajo en medio de una masa sonora que envuelve la oferta y la demanda. Encuadres cerrados y cortes continuos acumulan diversos actos con clientes que gastan su dinero por un rato de sexo impostado. Como en todas las esferas laborales, las chicas hablan de los hábitos de estos tipos. Hay naturalidad en los diálogos y nunca una mirada que se posiciona desde la moralina ni desde la misantropía corriente en tantas películas actuales.

Todo cambia cuando aparece el príncipe, un joven ruso, que llega con sus amigos y dispuesto a gastar todos los dólares que hagan falta para divertirse. Y como el tiempo es dinero, la sugerencia es aprovechar el momento. Iván (Vanya) posee un semblante de niño y hace gala de una espontaneidad que incluye dosis importantes de ingenuidad. Su roce con el mundo es puramente sensorial, como si ocupara el asiento de un tren de alta velocidad con todo tipo de excesos garantizados. Participante de una continua fiesta dionisiaca, jamás se cuestiona nada que lo haga salir del ritual. El contacto con Anora es especial, a tal punto que decide continuar la relación por fuera del lugar.

Unos pocos planos bien utilizados son suficientes para dar cuenta de la precariedad económica de la protagonista. Nada para regodearse, lo justo y necesario para darnos cuenta del contraste que supone la mansión del joven ruso. A Ani le llueve la oportunidad de su vida: dinero, alcohol, drogas, diversión. Pero siempre hay algo más, propuesta de matrimonio incluida. La velocidad con que ocurren los hechos es proporcional al vértigo de una montaña rusa y esa misma experiencia nos incluye. No hay tiempo para respirar. Vanya lleva un estilo de vida fundado en el goce corporal donde todo queda igualado, desde un orgasmo rápido a un partido de Play, pero Baker no lo juzga ni lo retrata desde la altura ejemplificante. Ani intenta poner una pausa en esos arrebatos sexuales para que disfrute más allá del impulso. Pero todo sucede a una velocidad que los sobrepasa y nos sobrepasa, como si estuviéramos esperando un camión de frente que ponga fin a tanto vértigo.

Casi una hora de frenesí. Hasta que llegan noticias de Rusia. Los padres han mandado a sus muchachos a rescatar a su hijo ante los rumores de que contrajo matrimonio. La película ingresa entonces en el principio del fin de un sueño que, como todos, es evanescente. Quienes están a cargo de la misión también aparecen despojados de solemnidad. Son matones simpáticos, un poco torpes, más cercanos a la comedia inquieta de Jerry Lewis que a los mafiosos de Scorsese. En todo ese acto que se desarrolla en el interior de la mansión, el tiempo es otro, los sueños comienzan a apagarse y se establece el primer vínculo entre Igor y Anora. Además, se alternan los planos que involucran a la parte rusa. En medio del desquicio, las situaciones conducen al terreno de la comedia física más que al drama. El verdadero drama está reservado para el breve tercer acto. Mientras tanto, el príncipe feliz huye y todos corren desesperadamente detrás de él. La versión que rescatan es una especie de muñeco dopado, ya en el más absoluto patetismo. El cuento de hadas se vuelve cada vez más sombrío y Anora ya no halla respuestas. Ella misma se lo dice: “Eres un patético hijo de mil puta”.

La secuencia final es un contrapunto con la de inicio. Donde se activaba la fantasía musical lo que restan son el sonido de un parabrisas corriendo la nieve y un llanto. En ese llanto, en ese gesto sexual forzado, se encuentra el significado de una ilusión rota. Pocas veces el orden de lo real irrumpe con tanta fuerza. Pocas veces logramos entender lo que implica poner el cuerpo en el trabajo, aferrarse a una ilusión, para que finalmente nos devuelvan a donde estábamos. El mundo está hecho así. Incluso, la fantasía de Mujer bonita, parte de un universo moral construido desde la industria y proyectado hacia todas partes del planeta. Anora, como los espectadores que salen del cine luego de ilusionarse durante dos horas con ser otros, cae en el orden de lo real para volver a empezar.

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