Una biopic no puede (ni debe) ser una página de Wikipedia en formato cinematográfico, bajo escrutinio de acérrimos fanáticos que minuciosamente tachan casilleros de lo que cumple o no el retrato de una persona real.
Por consiguiente, una biopic musical no merece el mismo tratamiento, pero tampoco debería verse obligada a utilizar las canciones más conocidas de un artista como paréntesis entre sucesos dramáticos.
Una biopic, en definitiva, es una película y no un álbum de Greatest Hits.
Hace poco escribía sobre “A Complete Unknown”, la biopic de Bob Dylan, y cómo dicho film priorizó el personaje de cine antes que la persona real. Sí, había eventos recreados por actores que podemos corroborar si fueron ciertos o no, como también secuencias musicales que introducen las canciones más populares de su repertorio.
Pero nunca deja de ser la historia de un personaje, con su arco dramático y una conclusión coherente a lo que quiso contar desde el inicio, sin importar si coincide con lo verídico.
Si “Better Man”, la biopic musical de Robbie Williams, cumple con absolutamente todo lo que se debe y no se debe hacer, entonces, ¿es o no un ejemplo correcto? La respuesta es un rotundo “SÍ” porque, simplemente, no hubo ni habrá una película como “Better Man”.

Permítanme utilizar una hipérbole tan temprano en mi artículo, pero créanme que lo amerita. Cuando el film termina y aparecen los créditos finales, pensé hacia mí mismo: “acabo de presenciar historia del cine”.
Es que si alguien conoce a Robbie Williams, un auténtico artista pop con actitud de rockstar, siempre versátil, extrovertido e histriónico, entenderá en los primeros minutos de “Better Man” que no había otra manera de contar su historia de la manera en que lo hacen aquí. E incluso si vienen del desconocimiento absoluto, su universo es tan sólido y cautivante, que es imposible no entrar en el código que plantea.
El film arranca con la voz en off del Robbie Williams real diciéndonos: “quiero mostrarles cómo realmente me veo a mí mismo”, y en la siguiente escena vemos a un simio. Esa es la presentación física de nuestro protagonista y no habrá nunca una explicación racional al respecto, porque ya está todo dicho. Y no pasarán más de un par de escenas para que deje de parecernos extraño, así como hacia el final estemos absolutamente convencidos que ese simio que habla, canta, baila, ríe y llora es un ser vivo frente a nuestros ojos.

“Better Man” no es una en un millón solamente por esta decisión en la caracterización del personaje principal, sino porque toma todos los lugares comunes de las biografías cinematográficas y las lleva quinta a fondo, análogamente con un artista que eligió el exceso como estilo de vida y caminó al borde de un precipicio durante gran parte de su carrera. Sin embargo, la película nunca pierde el foco y su desmesura es aprovechada para lograr las secuencias más impactantes que se hayan visto en el género.
Incluso con su aura singular, nos remite a “Moulin Rouge!” (Baz Luhrmann, 2001), aquella obra maestra que recordamos por su apasionado uso de las herramientas del lenguaje cinematográfico para armar uno propio, desbordante y vertiginoso. No es casualidad que un joven Michael Gracey haya participado en el rodaje de dicha película y muchos años después se despachó una más que digna ópera prima (también musical), “The Greatest Showman” (2017).

Pero casi simbólicamente, como un músico que soprende con un gran disco debut, en que todos se preguntan qué vendrá después y si estará a la altura, Gracey regresa con “Better Man” y no solo se consolida como un excelso realizador de musicales, sino que se recibe de un soberbio narrador de historias y soberbio creador de imágenes extraordinarias al servicio de una historia que se permite todo, pero nunca pierde su mirada.
Y la mirada es todo. Aquella mirada interior de un personaje emocionalmente hecho trizas, enfrentándose a la mirada de un padre, unos amigos, una novia o las 120 mil personas que lo verán dar el concierto más importante de su carrera: el Knebworth que suena como el Día del Juicio Final.

Es que “Better Man” no escatima en resonancias religiosas o épicas para llevar a su protagonista a flotar por los aires, tener alas de ángel, hundirse en un helado infierno dantesco, ser crucificado y resucitar. Toda la imaginería está en sincro con un personaje más grande que la vida, soñador y frágil, que usa la irreverencia como escudo de su sensibilidad, sin importar si eso puede llevarlo a la fama o a estrellarse contra la pared.
Sigamos hablando de las miradas, aquí también representadas como espejos, vidrios o ventanales, que reflejan a Robbie y cómo se ve a sí mismo, o cómo lo ven otros, divididos por esa pantalla que no penetra pero puede lastimar mucho. Robbie estudiando sus defectos o sus pasos de baile. Robbie probándose como cantante viendo como otros se ríen de él. Robbie presenciando como le arrebatan al amor de su vida. Robbie viendo a su padre o a su abuela.

Pero, principalmente, Robbie viendo en esos reflejos a otras versiones suyas, que lo acechan y lo juzgan. Le advierten que fracasará o lo amenzarán de muerte. La mirada de uno mismo en comparación a la de otros es la esencia de “Better Man" y… me tomo el atrevimiento de traer otra película (y biopic) a la discusión.
¿Se acuerdan de “Bohemian Rhapsody” (Bryan Singer, 2018) o ya la borraron de su memoria? Sí, lo admito, es realmente un caos de película con un Rami Malek (que me cae 10 puntos en otras películas) personificando a Freddie Mercury, completamente fuera de registro que ni puede hacer creíble unos dientes falsos. Bueno, reconozco todos los males de esa biopic (que excede en todo lo que no se debe hacer), pero le felicito un par de ideas visuales que me gustaría destacar y que no queden en el olvido.
Hay una fuerte simetría entre varios planos, que suceden en escenas separadas entre sí, que siempre me pareció muy efectivo y confío que si el resto de la película no hubiese sido tan manoseada en el montaje por los egos de los vivos, la memoria de Freddie hubiese tenido un más acorde retrato en el cine.
Muchas veces en esa película lo veíamos a Freddie usar una grandes gafas negras, como era común también verlo en fotografías reales. En una escena crucial del film, un médico le dice que tiene SIDA y, sin diálogos, el plano en que se nos informa como espectadores esto es el siguiente: 
La cruda verdad reflejada en los anteojos, impenetrable ante la miradada de Freddie quien, aunque no deja ver sus ojos, se muestra impactado ante la noticia. La idea visual de este momento es claramente esconderse tras una pantalla y reflejar otra cosa.
En otra escena, cuando él decide reunirse con sus ex-compañeros de Queen tras varias peleas y demostrarles lo arrepentido que estaba con su actitud. El plano que abre la escena es este:
Los anteojos posados en una mesa, como una defensa que ha sido bajada, y a Freddie reflejado nervioso a través de ellos. Se lo ve diminuto, porque ya no tiene la protección para enfrentarse al mundo. Es un plano narrativo, sí, pero también muy simbólico.
Finalmente, en la mejor secuencia, donde cobra vida el cine que tanto escaseó en toda la película y presenciamos el recital de 1985 en el estadio Wembley (la culminación de la historia, no de la vida de Freddie porque, recuerden, es todo una película), sucede algo hermoso. Justo en el divertido juego que el cantante realiza con el público y sus “¡Eeeeeo, eeeeeoooo!”, vamos a este primerísimo primer plano:
No más gafas, ni pantallas ni mentiras. Son ahora los emocionados ojos de Freddie en que vemos reflejados al público completamente fascinados. La conexión entre artista y gente. Un ser humano sin defensas, pero fortalecido con la energía de su talento y la música. La mirada lo dice todo.
Entonces, volvemos a “Better Man” que también tiene un climax en un recital multitudinario, el ya mencionado Knebworth. Allí se llevará al máximo el concepto de Robbie contra sus distintas versiones que primero se aparecían en reflejos y luego ya podía verlos entre el público. Su mayor miedo, el rechazo de sí mismo infiltrado en la gente que lo ama, convirtiéndolos en potenciales enemigos. Y en ese recital, el que más temía, se convertirá literalmente en una batalla campal sangrienta entre Robbie y todos sus Robbies. Una secuencia fascinate, cruda y catártica.

Porque a pesar de toda la música pop y la pompa de ese mundo, es una película muy oscura que no se priva de crudezas para mostrarlo. La fotografía siempre tiende a resaltar las sombras o destellos, para empañar más nuestra visión, pero además no tiene pudor en mostrar a un artista consumiendo drogas descontroladamente o siendo hiriente con quienes se preocupan por él. Es el ascenso y el descenso, en iguales proporciones.
Y la parte dramática, narrativa, funciona en la misma línea con el tratamiento musical, algo que “Better Man” lleva a la gloria absoluta. Quizás el hit más conocido de Robbie Williams sea “Rock DJ” y es el único momento en la película que se siente como un musical. Un plano secuencia magistral, con cien detalles por segundo, una coreografía soprendente entre extras y bailarines, que vale la entrada al cine. Pero coincide justamente con el momento de mayor dicha del protagonista, en el que finalmente consigue la fama que tanto anheló.

Luego, los demás momentos musicales, son versiones despojadas de todo el glamour y dulzura a las canciones que tanto conocemos. Son escenas melancólicas, introspectivas, con apenas un poco de acompañamiento musical, porque son manifestaciones internas de su protagonista. La decepción, la ilusión, la ira, el duelo y la derrota total. Todo resuelto en secuencias de una enorme fuerza cinematográfica, con ideas visuales que van más allá de seguir el ritmo de la canción porque, necesito repetirlo, lo primordial acá es el personaje de cine.
Y ya no importa ahora cuánto éxito tuvo la película o las nominaciones que no obtuvo para el Oscar, porque el verdadero Robbie Williams sí que ha triunfado como artista y, esperemos, como persona que merece ser feliz. Ahora ya es parte del cine. Robbie, el simio, es un personaje que merece la eternidad. Gracias a un sorprendente trabajo de los efectos visuales, su lenguaje corporal, sus gestos y su carisma transmiten más que muchísimos actores de carne y hueso. Es la magia del cine, en fin.

Esa mirada de Robbie hacia sí mismo que conllevó en esta suerte de expiación hecha película, captó la nuestra para ver un personaje nacer, vivir, morir y renacer. De sus ojos, a los nuestros, y así a la memoria.
Del inicio, escuchando al verdadero Robbie diciéndonos como se ve a sí mismo, hacia un plano final con sus ojos, mirando a cámara obviamente, porque no hay más sinceridad que cuando cruzamos miradas.
Y con esa honestidad brutal que caracteriza esta fascinante obra sobre un imperfecto genio, nos despide con una mueca burlando diciendo: “yo soy el mejor haciendo esto, váyanse a la mierda". Nos mostró quién es y ya no podemos enojarnos con dicha irreverencia. Nos vamos a la mierda sí, felices y extasiados. Nosotros abandonamos la sala, junto a sus demonios, que finalmente están orgullosos de él, porque él también lo está.
¡Qué bueno es verte feliz, Robbie!




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