Cuando era niña, "El laberinto del fauno" me parecía una película de hadas. O al menos, eso es lo que mi mente infantil quería creer. Recuerdo lo cautivador que era el Fauno, la fragilidad de la princesa Moanna y el verdadero miedo que me daba el Hombre Pálido.

Las imágenes eran tan vívidas, la historia era fascinante, pero mi comprensión se limitaba a lo superficial, a esa dualidad simple de un cuento de hadas donde el bien y el mal eran evidentes. Carmen, la madre de Ofelia, era la figura triste que tosía, y el Capitán Vidal, el villano plano que, como todos los villanos de Disney, merecía su castigo. La película terminaba con Ofelia convertida en princesa, y eso, para mi mente de ocho años, era el final perfecto, el final feliz que todo cuento debería tener.

Pero con el paso de los años, la experiencia nos brinda una nueva forma de ver el mundo. La madurez, ese proceso lento de acumular vivencias, sufrimientos y verdades difíciles, me llevó de nuevo al laberinto creado por Guillermo del Toro. Lo que encontré no fue solo una película, sino un espejo que refleja de manera desgarradora la realidad. Ya no se trataba de un cuento de hadas; era una profunda alegoría sobre la pérdida de la inocencia, la resistencia en tiempos de opresión y la inquebrantable fuerza del espíritu humano ante la brutalidad.
El Capitán Vidal dejó de ser un simple villano de caricatura y se transformó en un aterrador arquetipo de la crueldad que reside en la naturaleza humana, un reflejo de los regímenes fascistas y de la capacidad del ser humano para causar dolor sin remordimientos. Su obsesión por el tiempo, su legado y su control absoluto sobre la vida y la muerte a su alrededor ya no eran excentricidades, sino la manifestación de una necesidad patológica de poder que resuena demasiado en la historia de la humanidad. Su sadismo no era un elemento de fantasía, sino una dura realidad sobre la opresión.

La fantasía de Ofelia, que de niña veía como una hermosa vía de escape, ahora se me presenta como un desgarrador mecanismo de supervivencia. Las criaturas mágicas, los desafíos del Fauno y su búsqueda de identidad como princesa no son solo elementos de un cuento de hadas; son la manera en que una niña se protege de una realidad insoportable: la enfermedad de su madre, el inminente nacimiento de un hermano que su padrastro anhela más que a ella, y la constante amenaza de la guerra civil. La fantasía se convierte en su único refugio, un santuario donde puede ejercer un control que le es negado en el mundo real. La línea entre la realidad y la imaginación se vuelve borrosa, no por el ingenio del director, sino por la desesperación de la protagonista.

Y qué decir de Carmen, la madre. De niña, solo sentía pena por ella. Ahora, comprendo su resistencia silenciosa, su intento de proteger a su hija del horror, su resignación ante un destino que no eligió. Su fragilidad física contrasta con una fortaleza emocional que solo se revela con el tiempo. El sacrificio de Mercedes, la ama de llaves, ya no es solo un acto heroico, sino una declaración política sobre la resistencia y la dignidad humana en tiempos difíciles. Su lucha clandestina y su valentía al desafiar a Vidal se convierten en un faro de esperanza en medio de la oscuridad.


"El laberinto del fauno" dejó de ser para mí un cuento de hadas con un final incierto y se transformó en una poderosa historia de resistencia, sacrificio y la persistencia de la esperanza, incluso en los momentos más oscuros. A medida que he crecido, he comprendido que el "felices para siempre" no siempre es un cierre, sino a menudo el comienzo de una comprensión más profunda. La película no es un escape de la realidad, sino una inmersión en ella, una reflexión sobre la crueldad humana y la increíble capacidad del espíritu para crear belleza y significado, incluso cuando el mundo real se desmorona a su alrededor. Al final, Ofelia no solo encontró un reino; encontró la paz a través de su propia resistencia interna, un legado que solo se revela con el tiempo y la sabiduría que solo la vida adulta puede otorgar.

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