
Braveheart… Recuerdo haber salido del cine aquella noche de 1995. Tenía veinticuatro años, fuimos con un amigo a ver esa historia épica. Ese año habíamos dado el examen final de Historia Medieval, en la Universidad Nacional de La Pampa; estábamos deseosos de saber qué tanto, de todo lo que habíamos estudiado, estaba presente en la nueva película de Mel Gibson. Cuando se apagaron las luces de la sala y comenzó la escena inicial, dejamos atrás todos nuestros conocimientos. La sensación era como estar inmerso en la niebla de la Historia. Algo se agitó en mi interior y me di cuenta que mi amigo también se había sentido impactado. Sin dudas, nos encantó y durante muchos años, cuando me preguntaban cuál era mi película favorita, Braveheart era mi respuesta.
La película se inicia en el año 1280. El rey de Escocia ha muerto sin dejar heredero y el cruel rey Eduardo Zancadas Largas ha reclamado el trono para sí mismo. Un día, atrae a muchos nobles escoceses a un granero bajo un estandarte de tregua y los hace ahorcar. El padre de William reúne al clan para luchar.
Hay una escena magnífica en la que el padre de William y su hermano mayor se preparan para luchar contra los ingleses. “¡Puedo luchar!”, grita William, el padre hace una pausa, se da vuelta para mirar a su hijo y le dice con dulzura: “Lo sé. Sé que puedes luchar”. Sonríe con complicidad. “Pero es nuestro ingenio lo que nos hace hombres”. A partir de ese momento supe que la película me desgarraría el corazón. La escena me atraviesa como un rayo: En lugar de derrumbarse de vergüenza al enfrentarse a la capacidad de agresión de su hijo, Malcolm reconoce que es el momento oportuno para ejercer de mentor. En cierto modo, el momento señala la difícil tarea que tiene todo padre de abrazar el arquetipo del guerrero que hay en su hijo, sin avergonzarlo y canalizar sus vastas energías en actividades constructivas, que tengan la oportunidad de crear un mundo mejor, con una mínima posibilidad de justicia y dignidad.
Algún tiempo después, los hombres que se dispusieron a luchar contra los ingleses regresan desanimados, tirando de un carro pesado con cadáveres a bordo. “Ven aquí, muchacho”, dice uno de ellos con una voz imbuida de una fuerza gentil y amorosa. Hay algo muy reconfortante en la forma en que estos hombres se dirigen a ese niño que es William, incluso cuando le traen la oscura noticia de la muerte de su padre y su hermano. La guerra y la violencia le están arrebatando todo, sin embargo, la ternura de un otro puede rescatar al niño de las oscuras sombras.
Entonces llega el tío Argyle, que es el tutor elegido y parece haber sido convocado por el último aliento de su hermano. Y es como debe ser: en muchas culturas antiguas, es responsabilidad del pariente más cercano hacer que el niño llegue a la edad adulta.
Muchos años después, William regresa. No podemos hacer más que imaginar sus aventuras. Y, como pronto descubriremos, Argyle ha hecho un buen trabajo con su sobrino. William corteja rápidamente a Murron y se sale con la suya: ronda toda la escena la esencia del amor romántico y el momento en la que le devuelve el cardo (que ella le entregó en el funeral de su padre, cuando eran niños) es conmovedora. Lo veo como un suave recordatorio de cómo podemos ser tiernos y románticos, especialmente frente a la mujer que amamos, sin perder nuestra masculinidad; ese es precisamente el don del arquetipo del amante que más éxito ha tenido a lo largo de la historia del cine.
William y Murron se casan clandestinamente en un claro del bosque una noche, para evitar las horribles implicaciones de la primae noctis, decretada por el rey inglés para humillar y postrar a la población escocesa. Su matrimonio es breve. Murron es asesinada por el magistrado local y William regresa para vengarla. Tras derrotar a las tropas inglesas, los clanes pronto se unen en torno a William, buscando su liderazgo. Parece que un hombre dispuesto a correr riesgos corre el riesgo de convertirse en líder. Y aunque solo deseaba paz y una familia, Wallace, ahora, se encuentra como el improbable líder de una rebelión.
Y así toma la espada que le dejó su padre. Hay algo bastante eléctrico en la experiencia de un hombre de llegar a conocer, probablemente en sus años adultos, la bondad (a veces bien escondida) de su padre y su visión de la vida (este viaje ha sido descripto en innumerables películas). Al tener la oportunidad de hacer fructificar la semilla de un padre, un hombre encuentra en alguna parte bien escondida, húmeda y doliente de su corazón el enorme poder de su linaje, la comunidad con sus ancestros.
En algún punto de la película, conocemos a Robert the Bruce, un personaje clave y el principal aspirante a la corona escocesa. Es difícil no sentirse fascinado. Quiere hacer lo correcto y lo noble, pero se debate entre su propia convicción interior y el consejo de su padre enfermo de lepra y decepción (que esté pudriéndose es una metáfora de una profundidad inmensa). ¿Cómo no establecer alguna comparación entre ese padre y la figura del padre de Luke Skywalker? Ese hombre miserable y desamparado que se esconde en una torre: poderoso, en cierto modo, ávido de poder hasta el punto de perder su humanidad (aunque incluso en él existe un punto débil por el que lamenta la vida que no vivió). Y, al igual que todo oportunista, es un mago de las sombras, un manipulador cínico.
En el fondo, todos tenemos un padre oscuro, y aunque esa materia oscura puede (o no) ser solo trazas de elementos presentes en nuestro propio padre biológico, hay algo arquetípico en esto. Todos tenemos, creo, un hombre en una torre en algún lugar que nos dice mentiras para nuestro “propio bien”. Y cuando hacemos caso a su voz, nosotros y quienes nos rodean sufrimos. (quizás, solo sea conocer la propia esencia, la propia voz y luchar contra todas esas voces oscuras que nos rondan. ¡Esas torres deben arder! Incluso, si atravesamos un tiempo de peligro, zozobra y oscuridad que se cierne).
Lo cierto es que somos espectadores de como Robert se inspira en William y la inspiración es algo que su padre no entiende, su corazón está cerrado al mundo, carente de plenitud y alegría. Aquí es donde, la película nos sugiere que tengamos mucho cuidado de aceptar consejos de personas así.
Un poco después, en los campos de Stirling, Wallace anima a las tropas escocesas y Argyle flota en el en el aire, mientras los escoceses alzan sus lanzas en desafío a la caballería inglesa. Pronto, los ingleses se preparan y un William manchado de sangre alza su espada mientras un rugido de victoria se extiende entre las cansadas tropas. Miramos absortos como el arquetipo del guerrero de William Wallace está en la cima de su poder.
A pesar de la derrota que sufrieron ante el ejército inglés del norte, los nobles escoceses siguen siendo un grupo de peleadores, como suele ocurrir con quienes se preocupan por la política (demasiado cerebro, muy poco corazón y cuerpo). Wallace no está interesado en ocupar un espacio de poder político y su liderazgo es temporal: sólo estará vivo mientras los hijos e hijas de Escocia no conozcan la libertad. No es que carezca del arquetipo del rey, sino que no está destinado a ser el líder de un pueblo. Su visión es la de una vida sencilla: una casa, una mujer e hijos. No es un gobernante para tiempos de paz.
Está claro, hasta aquí que, el futuro liderazgo de Escocia está en manos de Roberto I de Escocia y es con la gracia armonizadora de su arquetipo de Rey que Wallace encuentra la fuerza para invadir Inglaterra y reclamar York. Entonces las cosas parecen ir mejorando para Escocia, aunque, lamentablemente, Murron no está para vivir ese momento de gloria.
La princesa Isabel, la princesa francesa que se casa con el hijo (en la película se lo presenta como un homosexual, imposibilitado de salir del placard) afeminado y débil de Eduardo Longshank (confiemos en que los hijos de los tiranos sean débiles), se convierte en la aliada improbable de Wallace. Ella está fascinada por él. Es un ser verdadero, a diferencia de su marido cobarde y el resto de los hombres cerrados y obtusos que acechan en los pasillos del poder de Inglaterra. Una mujer que sabe cómo lidiar con el poder de los hombres y salir victoriosa al final.
Pero los nobles escoceses honran el poder y la propiedad. ¿Qué más se puede amar cuando la falta de integridad nos roba la realización personal? ¡Seguramente ocultar el desprecio por uno mismo con la búsqueda de ganancias materiales no es forma de vivir! En Falkirk, le dan la espalda a Escocia. La búsqueda egoísta y obstinada de propiedades destruye, más temprano que tarde, a todos los hombres, al final.
Y luego, esa escena, en batalla Wallace va en persecución del rey, dos jinetes con armadura lo esperan, uno le dice al otro: “proteja al rey”. Wallace y el jinete se enfrentan; se trenza en lucha a muerte y cuando William logra quitarle el casco para degollarlo, el grito de terror lo pone sobre alarma, mira a su enemigo y se da cuenta de que es Robert the Bruce. Toda la escena se desarrolla en silencio, mientras la música nos envuelve, William ha confiado en Robert y ahora, en el instante final, reconoce la traición; algo se quiebra en él, en nosotros, ninguna herida lastima tanto, la traición es como una daga, la estructura del dilema, no hay forma de sobrevivir, la daga se queda, incluso, si se saca, la traición está ahí. Vemos los ojos de Wallace, su desazón, sus ganas de morirse, la perdida de sentido, todo está en esa escena. Vuelvo a mirar esta escena, para escribir este texto, pacto con el dolor, una daga penetra mi pecho: no hay lugar para la esperanza, la traición es como un hoyo negro, se lo traga todo.
El padre de Robert the Bruce le explica a Robert que, aunque no se siente bien por traicionar a William Wallace siguiendo sus instrucciones, Robert hizo lo que era necesario: Logró el objetivo del padre de aumentar las tierras y el poder de la familia. Y en la escena escuchamos esa conversación, el padre oscuro justificando las acciones del hijo:
Padre de Robert: “Debemos aliarnos con Inglaterra para prevalecer aquí. Lo lograste. Salvaste a tu familia, aumentaste tu tierra, con el tiempo tendrás todo el poder en Escocia”.
Robert The Bruce: “Tierras, títulos, hombres, poder, nada”.
Padre de Robert: “¿Nada?”
Robert The Bruce: “No tengo nada. Los hombres luchan por mí porque, si no lo hacen, los expulso de mi tierra y hago que sus esposas y sus hijos mueran de hambre. Esos hombres que sangraron hasta dejar el suelo rojo en Falkirk lucharon por William Wallace, y él lucha por algo que yo nunca tuve. Y se lo arrebaté cuando lo traicioné. Lo vi en su rostro en el campo de batalla y me está destrozando”.
Padre de Robert: “Todos los hombres traicionan. Todos pierden su corazón”.
Robert The Bruce: “No quiero perder mi corazón. Quiero creer lo mismo que él. Nunca volveré a estar en el lado equivocado”.
Padre de Robert: “Por fin sabes lo que significa odiar. Ahora estás listo para ser rey”.
Robert the Bruce: “Mi odio morirá contigo. Quiero creer”.
Esas palabras: “Quiero creer”. Su anciano padre había dejado de creer, tal vez nunca lo había hecho, y ahora le decía a su hijo que todos los hombres traicionan, todos los hombres pierden su corazón. Pero una vez que has visto la belleza de alguien que cree en la bondad, cree en la verdad, cree que lo justo puede prevalecer, es difícil apartarse de una luz tan brillante. En el principio, y al final, esto es lo que todos queremos. Todos queremos creer. Que podemos ganar cuando estamos del lado de lo que es correcto y justo. Que algunas personas siempre harán lo correcto sin importar cuánto puedan ganar haciendo lo que está mal. Que algunas personas siempre harán lo correcto incluso cuando deban sacrificarse para hacerlo. Que algunas personas son dignas de nuestra confianza. Que hay algo en lo que podemos depositar nuestro esfuerzo cuando creemos. Que es más fácil odiar que amar, pero que es, precisamente, la dificultad de amar lo que hace que la vida tenga sentido.
La vida no dejará de azotarnos con desilusiones, cuando nos damos cuenta de que ni siquiera nuestras expectativas más simples se cumplirán, podemos decidir. Cuando sufrimos los golpes más crueles, cuando nos decepcionamos a nosotros mismos, podemos decidir. ¿Nos rendiremos, nos cansaremos y nos dejaremos vencer por el engaño, el odio y los intereses personales? ¿O seguiremos creyendo, seguiremos intentándolo y nos volveremos hacia la verdad, el amor y lo que es bello y digno?
Esta es la batalla que enfrentamos todos a medida que avanzamos en la vida. Tratar de aferrarnos a nuestra luz y seguir brillando. Tratar de seguir viendo la luz en los demás. Tomar las decisiones correctas incluso cuando no ofrecen la recompensa que ofrecen las decisiones incorrectas. Tomar las decisiones correctas incluso cuando eso significa arriesgar algo valioso para nosotros. Proteger lo que amamos y en lo que creemos porque, finalmente, la vida es demasiado maravillosa para no creer en la potencia de la existencia.
Al final de la película, Bruce está destrozado por la culpa y trata de arreglar las cosas, pero su siniestro padre interviene y William es capturado por los ingleses. El corazón de Bruce queda destrozado. William Wallace muere (con un grito que todavía resuena desde mis años de juventud). Con el manto nupcial de Murron en la mano, Bruce continúa el legado de William y reclama la libertad de Escocia en los campos de Banockburn. Imagino que su corazón se tranquiliza, de alguna manera, a través de algún tipo de alquimia espiritual inherente al cumplimiento de cualquier legado auténtico.
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