Sexo y drogas. Guerras y deportes. Magnicidios y segregación. Amor y destrato. Discriminación y muerte. Difícilmente una combinación de tantos ingredientes –y con sabores tan distintos– podía dar como resultado una de las películas más recordadas de las últimas décadas. Pero ocurrió con Forrest Gump, que en estos meses cumplirá treinta años de su estreno comercial. Que hoy una frase tan pava como “la vida es como una caja de chocolates” tenga sentido es obra y gracia de la magia del cine en general y de ese buenazo interpretado por Tom Hanks -cuya labor le valió a la película uno de los seis Oscars que se llevó de la gala de la Academia de 1995- en particular.
Pero recordar tiene sus engaños. Es cierto que el tiempo edulcora los recuerdos a tal punto que puede disociarlos completamente de los hechos que lo inspiraron y de sus consecuencias. Tan cierto como que el cine, a diferencia de casi todo, admite revalidar (casi) lo que recordamos con un click: allí están las plataformas -con su caudal enorme, aunque nunca suficiente para dimensionar en su justa medida la historia del cine- trayendo al presente aquella película que hace tres décadas hizo llorar a espectadores a lo largo y ancho del planeta. Y entonces, la pregunta del millón: ¿Qué pasa si vemos hoy Forrest Gump? Spoiler: nada bueno.
¿Quién quiere ser Forrest Gump?
Pero vamos por partes. Antes de meternos en el barro del análisis, recordemos brevemente el para nada sencillo camino previo a la concreción de Forrest Gump. La película no fue propulsada por las ganas de Hanks ni de su director, Robert Zemeckis, sino de la productora Wendy Finerman. Fue ella quien leyó apenas salió la novela homónima de Winston Groom, publicada en 1986, y pensó que era oro en polvo para adaptarla a la pantalla grande. Si fue capaz de llorar y reír a lo largo de sus páginas, según contó al periódico The New York Times, ¿por qué no habría de hacerlo el público?

Finerman buscó apoyo en los grandes estudios y consiguió que Warner Bros adquiriera los derechos. Pero todo se empantanó cuando se supo que en 1988 se estrenaría Rain Man: dos películas con protagonistas con retraso madurativo con tan poco tiempo de diferencia, pensaron, era un poco mucho, y la dieron de baja. Pero Finerman no bajó los brazos. Por el contrario, en 1988 fundó su propia productora y se asoció con Paramount para, ahora sí, materializar su sueño.
Todavía faltaba buena parte del equipo artístico. Mientras el guionista Eric Roth plasmaba en papel las aventuras desventuradas de nuestro impensado héroe, había que elegir un protagonista capaz de cargar en sus espaldas gran parte del peso del relato, un aspecto central para que la película amarrara en puerto seguro. Pensaron en Bill Murray, John Travolta, John Goodman y Chevy Chase: ninguno quiso. Para la contraparte de Forrest, la dulce y odiable Yenny, marcaron el número telefónico de Jodie Foster, Nicole Kidman y Demi Moore, pero nada. Recién a principio de la década de 1990 se armó el tridente de Tom Hanks, Robin Wright y el director Robert Zemeckis, quien venía de comandar los destinos de una saga más o menos exitosa llamada Volver al futuro.
Que la inocencia te valga
Lo primero que llama la atención al rever Forrest Gump es la proverbial inocencia que empapa cada segundo del relato. Imposible “entrar” a la película sin despojarse del cinismo y la metadiscursividad que caracterizan a buena parte de las producciones contemporáneas, un objetivo nada sencillo teniendo en cuenta que el mundo actual es muy distinto al de hace treinta años.
Sería imposible enumerar todos los aspectos que reformatearon nuestra percepción audiovisual, pero pocos de la relevancia del atentado a las Torre Gemelas y al Pentágono del 11 de septiembre de 2001. El 11-S pateó el tablero de la geopolítica mundial y, aunque pueda parecernos lejano en tiempo (más de veinte años) y espacio (miles de kilómetros), abrió un abanico de consecuencias en múltiples aspectos de nuestras vidas que perduran hasta hoy, desde la manera de viajar en avión hasta las industrias culturales y, lo más importante, cómo percibimos lo que surge de ellas. ¿Hay lugar para la inocencia todoterreno de Forrest en un mundo donde que la perdió viendo en vivo y en directo el desmoronamiento de los principales símbolos de la opulencia y poderío de esa súper potencia que es Estados Unidos?

Si un grupo de chiflados pudo tomar clases de piloto, vivir meses invisibles a los radares y partir como un queso el World Trade Center y el ultra vigilado Pentágono, ¿qué queda para quienes vivimos en países con una capacidad ínfima de defensa? Si desde entonces el terrorismo ha relativizado la idea de “sentirse seguro”, ¿cómo podemos creernos que es posible que Forrest viva todo lo que vive sin inmutarse? El tiempo, queda claro, no ha jugado a su favor.
El triunfo de los dóciles
La película, es cierto, funciona muy bien, entendiendo por “funcionamiento” cómo logra enhebrar situaciones que abarcan varias décadas y construir un arco dramático de más de dos horas sin caer en la circularidad intrascendente. Pero sabemos que el cine no es un entretenimiento. O sí, pero también una manera de pensar el mundo. El tratamiento hacia los protagonistas es clave para establecer esa cosmovisión.
Veamos qué ocurre con Yenny. La mejor amiga y amor imperecedero de Forrest creció en un contexto de violencia familiar y abusos sexuales, y de adolescente se unió a los hippies y a las comunidades que alzaban sus banderas contra la guerra de Vietman, que para la película son algo así como energúmenos buenos para nada que se drogan y vaguean por ahí. Volvió, adulta, a buscar refugio en los brazos de Forrest cuando todo se caía a pedazos a dejarse embarazar. Todo termina con ella agonizando por una enfermedad que el guion toma la pacata decisión de no nombrar, pero que no es muy difícil imaginar que es SIDA (recordemos que estamos a finales de la década de 1980).

Ahora vamos con Forrest. De chiquito, lo maltratan de lo lindo en el colegio. Entrando a la adultez, le toca ir a Vietnam. Cuando regresa con sus nalgas agujeradas, representa a Estados Unidos en torneos internacionales de ping pong. A eso le sigue su aventura en el negocio de los camarones, donde se forra en billetes, y la muy famosa corrida por las rutas de todo el país. Siempre pudo volver a la casa materna de Alabama, que permanece en manos de la familia desde los tiempos de la esclavitud (y está claro que los Gump no era precisamente esclavos). Forrest Gump termina con la plumita levantando vuelo por segunda vez, mientras él se queda sentado en la puerta de su terreno luego de acompañar a su hijo hasta el ómnibus escolar.
Es decir, a ella, que sufrió la violencia y abrazó un movimiento que proponía una idea de mundo distinta (cada quien sabrá si mejor o peor), que ensayó un camino distinto al hegemónico, la condena matándola con una enfermedad que se esparció entre adictos y quienes tenían sexo sin protección; es decir, la película la mata por drogadicta y promiscua.
Forrest, el casi casto, el que cree en el amor y no en los placeres del cuerpo, siempre hace lo que le dicen, lo que no estaría mal si hacer lo que lo digan hubiera sido su decisión y no la representación de alguien entregado a la voluntad de las instituciones. Obediente, dócil y con mucha pero mucha suerte, Forrest es parte de la Historia sin tener idea de nada y se vuelve famoso tanto por su riqueza como por la maratón infinita.
Quizás Forrest Gump no sea el canto a la vida que muchos dicen. Para mí, siendo buenito, es una película que no admite discusión sobre que la mejor manera de que nos vaya bien es decir que sí a todo, que en cada desvío acecha la muerte y que para qué cambiar el mundo, si funciona bárbaro. Y nada más lejos de una buena película que eso.
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