Robert Eggers: el director emblema del post-horror

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Hoy, estamos acostumbrados a definir el buen terror mediante términos como el post-horror o el art horror. Cuando los 2000 irrumpieron en nuestras vidas y signaron una nueva época del género, parecía que The Sixth Sense marcaba la pauta para un modelo prototípico de realizar películas, cuyas normas eran la inscripción en el terror psicológico y la construcción de una trama que fuese intricada y fácil de digerir a la vez. En 2024, la predilección por el miedo que nace de la psiquis sigue intacto, pero las historias se abstraen hasta el extremo. Al final de Men, un hombre da luz a otro, y este a otro, y así sucesivamente. En Mother!, una Jennifer Lawrence quemada hasta los huesos permite que su pareja le quite el corazón y reinicie el ciclo a punto de acabar. Los últimos minutos de Skinamarink muestran una cara distorsionada que se niega a dar su nombre, y le dice al pequeño protagonista que se duerma. La lista puede continuar de forma infinita.

Tan inmersos como estamos en este patrón creativo de lo extraño, puede que nos parezca difícil trazar su comienzo, pero los analistas lo tienen muy claro. Según las conclusiones de la mayoría, comenzamos a decantarnos por las diégesis complejas cuando Robert Eggers apareció en escena. No necesitó de una vasta filmografía que ostentase un estilo reiterado hasta el cansancio. En 2015, estrenó The Witch, su primer largometraje, y se consagró al instante. Cuatro años después, llegó The Lighthouse, y ganó igual o mayor aceptación a pesar de su fuerte base surrealista. Luego, el cineasta fue anunciado como el director del remake de Nosferatu, y quedó probado que no es necesario un currículum extenso cuando hay talento.

En junio, The New York Times entrevistó a varios creadores del género para preguntarles por aquello que les daba miedo, y Eggers respondió con un ensayo interesantísimo. Explicó que el horror es lo que llevamos dentro y se torna maligno, volviéndose imposible escapar de él por otra vía que no sea la muerte o un exorcismo mórbido. Reveló que utiliza el cine para exorcizar sus propios demonios, al tiempo que intenta encontrar puntos de conexión con el público para transmitirle su pavor. En la búsqueda del punto medio entre el yo y lo ajeno se encuentra la belleza de su filmografía. Acá, un análisis de la misma.

Donde reside el mal: The Witch :: Mabuse - Revista de Cine

The Witch

La ópera prima de Eggers es, como en la mayoría de los cineastas en el rubro, la materialización de las obsesiones más antiguas. De hecho, al haberse publicado en junio del 2024, podemos inferir que el ensayo recién citado seguramente le fue requerido para que hablase de Nosferatu; pero él eligió centrarse en The Witch, el filme que le significó la catarsis de sus primeros miedos.

La idea vino de una pesadilla que lo invadió cuando tenía siete años, y continuó despertándolo en medio de la noche hasta los treinta y uno. Llueve, y el bosque se cierne sobre él como una trampa. Camina sin rumbo, en busca de resguardo, hasta que encuentra una cabaña. La puerta está abierta, pero solo se vislumbra una oscuridad infinita. Sin embargo, Eggers sabe que hay una bruja dentro. El miedo es tal que podría paralizarlo y, aun así, lo impulsa a adentrarse en la choza. Una vez allí, sus sospechas se confirman, y sigue avanzando. Ve una columna vertebral deforme, una cabeza pelada, huele la muerte, pone la mano sobre el hombro del horror y, justo cuando está por ser testigo de su rostro maldito, despierta.

Quien recuerde la película tiene esa escena grabada en la memoria: el momento en que Caleb se pierde en el bosque, es seducido por una bruja y luego regresa enfermo para morir. La secuencia fue tejida con tal cuidado que parece haber sido planificada décadas atrás a partir de una minuciosidad agresiva, y eso es exactamente lo que sucede con todo el filme. Dicha obsesión por el detalle no viene solo del cariño que cualquier creador siente para con sus primeras ideas, sino que Eggers es un amante exacerbado de la exactitud histórica. Aun si nos estuviese enseñando sus fantasías más bizarras (como posteriormente ocurriría en The Lighthouse), cada elemento en escena remite al período tratado, y ello crea huellas de reconocimiento que sitúan las ensoñaciones en tiempo y espacio. En otras palabras, sentimos terror porque reconocemos lo que vemos, aunque el miedo propiamente dicho no nos pertenezca.

También se trata de lo que no vemos. El mal que acecha en The Witch se ubica en los márgenes, y la falta de una forma física que lo defina pone nervioso al espectador. De esta forma, tampoco sabemos de donde viene, cuál es el rango de alcance de su poder, los límites de su cinismo, y otros detalles que nos permitirían darle una especificidad que lo haga menos terrorífico. No hay screamers ni monstruos del exceso. Solo algo que pulula fuera de cámara. Por otro lado, el eje temático del aislamiento, la cámara que achica a los personajes en contraste con los árboles y la elección de rodar los exteriores en días nublados y los interiores con luz de vela, son solo algunas de las muchas elecciones artísticas que consagran a The Witch como la pieza central del post-horror.

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The Lighthouse

No podemos hablar de The Lighthouse con la misma certeza utilizada para desglosar The Witch. La última, a pesar de sus desbordes, es una película convencional cuyo objetivo es llegar a un público masivo, e incluso Eggers mismo confesó que le hubiese gustado realizarla desde un lugar más extraño y oscuro. Pero la recompensa por haber apuntado a la comercial no tardó en llegar, y su segundo largometraje es la expresión absoluta de sus preferencias. Tanto así que, a cinco años de su estreno, la excentricidad de la producción sigue siendo motivo de análisis.

La idea que lo inspiró conjuga varias influencias. Por un lado, posee algo de The Light-House, el trabajo sin terminar de Edgar Allan Poe, a la vez que bebe de un famoso mito sobre un incidente en un faro de Wales, donde uno de dos fareros (ambos llamados Thomas) murió en su puesto durante una tormenta. Los nombres de esta última narrativa le dieron la primera certeza a Eggers: su cinta trataría el tema de la identidad. Luego, absorbió toda la información que pudo de fotos de Nueva Inglaterra en 1980, películas francesas sobre lo marítimo estrenadas en 1930, el simbolismo, el trabajo de Sarah Orne Jewett y de dramaturgos como Samuel Beckett, Harold Pinter y Sam Shepard.

The Lighthouse es una mezcla estridente de esas ideas, que no las discrimina y les permite tener igual protagonismo. Es decir, si The Witch es una amalgama recatada de las ideas coherentes por sobre las exóticas, la segunda obra de Eggers es la combinación de todos los conceptos en la máxima expresión de su pomposidad. Las teorías de Sigmund Freud y Carl Jung, las supersticiones marítimas, el poema The Rime of the Ancient Mariner, los mitos de Prometeo y Proteo, el homoerotismo. El ensamblaje deforme de las influencias no quiere llegar a un entendimiento armonioso, sino que prefiere emular la extrañeza de un rompecabezas cuyas piezas apenas encajan, pero logran una imagen única.

Tal fusión amorfa llevó a cuestionamientos sobre el género en el que se inscribe The Lighthouse. Al momento de su estreno, The New York Times aseguró que se trataba de un filme de terror, mientras que en Screen Daily sostuvieron su carácter de thriller psicológico. Por otra parte, Robert Pattinson nunca dejó de creer que se trataba de una comedia, e incluso trabajó para que fuese considerada dentro de esa categoría en la temporada de premios correspondiente. Finalmente, Eggers la encasilló como “una fábula extraña", y allí terminó la discusión. El mismo término podría utilizarse para delinear su filmografía, aunque no alcanzaría para definirla por completo. Sus rarezas son imposibles de conceptualizar, y eso es lo más bello de su trayectoria.

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