Las generaciones duran lo que duran las costumbres y los hábitos de un grupo de personas en los distintos ámbitos de la vida cotidiana, desde la crianza y el modo de educación hasta la forma de vestir y los consumos culturales. El lapso de vigencia, aseguran los estudios, se extiende por alrededor de 25 años, aunque por la vertiginosidad del mundo contemporáneo es probable que ese periodo se reduzca. Lo que no es tan probable que cambie es la manera de predisponernos ante una película (o disco, o libro u obra de teatro, porque aplica a todas las disciplinas) dirigida por el hijo o la hija de un famoso.
Nunca es fácil ser “el hijo/la hija de”. Aunque no existen antecedentes en la historia de la humanidad de alguien que haya podido elegir a sus padres, quienes tienen una madre o un padre famoso suelen tener una vida muy distinta a la mayoría. Por el acceso a lugares a los que pocos menores (y mayores) pueden entrar, pero también porque es necesario cargar con el peso de un apellido público y el escrutinio que eso implica. Y ni hablar si ese hijo/a se dedica a lo mismo que alguno de ellos, ya sea abogado o médico, docente o deportista, comerciante o artista.
Yo, al menos, sospecho cuando veo que hay “un hijo de” como actor o director. Quizás porque soy un malpensando que piensa que está ahí por la pura de suerte de ser quien es o porque usó el apellido para abrir una puerta que de otra forma no hubiera podido. Los viejos y queridos “contactos” y “favores” nunca pasan de moda. Hay una suerte de mantra dentro de la crítica que dice que “todas las películas nacen iguales”. ¿Qué significa? Que debemos sentarnos en la butaca despojados de prejuicios y expectativas y esperar a que las películas muestren lo que tienen para mostrar para establecer una mirada ecuánime. A mí me resulta imposible en esos casos: como si invierta la carga de la prueba, necesito que ese hijo/hija me muestre que se ganó el lugar con talento y no con un documento.
En nombre del padre
El papá de Zoë Kravitz trabajó en películas, pero lo suyo es la música. Ese hombre es un tal Lenny Kravitz, y su hija, además de cantante, una buena actriz con muy buen criterio para elegir. Las primeras veces que la vi, obvio, desconfié. Pero después fue, entre otras, la chica perseguida en la eléctrica Kimi: Alguien te está escuchando, la adorable Rob Brooks de la serie Alta fidelidad y una de las mujeres de Big Little Lies, y me convenció. No parece que a ella le dé lo mismo hacer una superproducción de Marvel o un proyecto independiente, pero de alto valor creativo, porque en sus trabajos hay una mirada sobre el oficio y, veremos más abajo, el mundo.

Como actriz ya había probado su valía, e intuía que podía ser una buena directora, alguien que lograra la alquimia de filmar y firmar a la vez. Y vaya si lo hace en la muy buena Parpadea dos veces, en la que se monta sobre uno de los tópicos más candentes de la agenda (la violencia de género) para elaborar una fábula de revancha oscura, violentísima, con un humor al que lo improbable no le quita un ápice de gracia y un estilo visual que logra algo difícil de encontrar incluso en un cine con historias casi siempre centradas en ámbitos de clase alta como el de Hollywood: que el lujo y la riqueza, que la ostentación y la belleza, sean elementos sumamente inquietantes. El paraíso, nos dice Kravitz, puede ser un lugar aterrador.
Claro que Frida (Naomi Ackie, la Whitney Houston de la espantosa Quiero bailar con alguien) nunca estuvo ni cerca del paraíso. Al contrario, tuvo una vida dura, con más sinsabores que alegrías, y ahora se gana la vida como camarera en eventos mientras se entretiene con un emprendimiento de diseño de uñas de animales. La película la encuentra scrolleando en su celular para, entre videos de redes sociales (si se presta atención, se verá un breve reel de papá Lenny levantando toneladas de peso en el gimnasio), averiguar un poco más sobre la empresa del evento de esa noche, King-Tech. Su dueño es un empresario tecnológico multimillonario llamado Slater King (Channing Tatum), que hace un tiempo tomó distancia de su empresa a raíz de denuncias de maltrato laboral. Hubo un pedido público de disculpas y el anuncio de que había comprado una isla paradisíaca para “desconectarse”.
Pero Frida tiene otras intenciones. Dado que Slater le habló en el evento del año anterior, sueña con volver a encontrar la oportunidad de una charla y ver si se acuerda de ella. Luego de dejar el uniforme de camarera en el vestuario y ponerse un vestido largo y zapatos con taco que trajo en la mochila, Frida y su amiga y compañera Jess (Alia Shawkat) se “camuflan” entre los invitados. Un accidente es la excusa para que finalmente consiga acercarse a Slater y, lo más importante, que se fije (otra vez) en ella. Tanto se fija, tan prendado queda de la morocha, que la invita a irse directo hacia a la isla con varios ejecutivos de la empresa (Christian Slater, Simon Rex, Adria Arjona, Haley Joel Osment) y un grupo de mujeres. El avión privado y la comida de lujo abordo confirman que consiguieron un ticket al paraíso.

Ticket al paraíso
Allí las cosas lucen perfectas: habitaciones amplias, un sol que raja la tierra, una piscina del tamaño de una casa, flores de marihuana al por mayor y canilla libre de vino y champagne. Lo raro son los empleados: la que está a cargo de la limpieza le repite “conejo rojo” y el jardinero la mira con una sonrisa tenebrosa. Una y otra vez. Frida, desde ya, le presta nada de atención, y pasa sus días entre chapuzones y charlas banales con el resto de los invitados. Especialmente con las chicas, todas jóvenes que, piensa ella, conocen al anfitrión hace tiempo. Por las noches, acompañando el postre llegan las drogas alucinógenas. Como se levanta sin recordar nada del día anterior, le queda la duda de cómo desapareció la mancha de vino que tenía en el vestido y de dónde sale la tierra que amanece bajo sus uñas. Poco a poco, Frida y (especialmente) Jess notan que tanta tranquilidad y felicidad en el resto de los invitados esconden algo raro.
Rareza es, justamente, la sensación que transmite el registro de Kravitz del lujo de la mansión mediante primeros planos que irrumpen en la pantalla como si fueran puñales. Un sillón, una fuente de agua, un perfume, una flor o un candelabro pueden ser inquietantes si se los filma como corresponde. En ese sentido, buena parte del primer acto de Parpadea dos veces recuerda a las atmósferas enrarecidas de las primeras películas de M. Night Shyamalan (escribí sobre su cine acá), donde incluso el detalle más cotidiano podía convertirse en un indicio de anomalía, en el preludio de una desgracia. También dialoga con Midsommar: El terror no espera la noche, una referencia que las propias chicas aluden al preguntarse, parte en chiste, parte en serio, a qué hora comienzan los sacrificios humanos.
Llegamos al punto donde revelar más detalles de la trama se vuelve inconveniente. Solo se dirá que Frida confirma el peor de sus temores y, a partir de allí, sólo le queda buscar una salida. Una situación que, en otras manos, podría desembocar en un film de suspenso tradicional en los que una víctima debe escapar. Kravitz, en cambio, lo lleva hacia un terreno de una violencia brutal y salvaje mostrada de manera explícita (cuando es hacia los hombres, porque hacia las mujeres queda mayormente fuera de campo). Y también de la comedia negra. Negrísima, dado que la mitad de los personajes son depositarios de las peores vejaciones de las que es capaz el ser humano.
Parpadea dos veces es como una locomotora sin frenos que avanza llevándose todo por delante. Quienes quieran sutileza, que busquen en otro lado, porque lo que hay aquí es una fábula intensa sobre la violencia de género. Es la revancha de las mujeres que prueban las mieles del paraíso y, en algunos casos, no quieren dejarlas.
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