The Brutalist no es grandiosa

Spoilers

«A pesar de lo que te quieran vender,

se trata del destino, no se trata del viaje».

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En teoría, The Brutalist parece la película que le devuelve a Hollywood la grandeza perdida. En todo sentido. Está filmada en VistaVision, formato en desuso porque los cines ya no están preparados para proyectar películas en fílmico, mucho menos películas en 70mm. Apenas algunos directores, como Quentin Tarantino o Christopher Nolan, resisten contra la digitalización de nuestra época. Son amantes del celuloide porque reconocen que el formato importa. Cualquiera que haya visto una proyección en 35mm sabe que es una experiencia distinta, que la imagen tiene otra textura, otra calidad y se nota.

The Brutalist, además, es una película que dura casi 4 horas. 3 h 30 m, en realidad, contando un intervalo musical de 15 minutos que sirve como puente narrativo entre las dos partes que conforman la película. Es una proeza, decían las primeras crónicas desde el festival de Venecia, que una película como esta se haya hecho con $10 millones o incluso menos. Es consecuente que nuestra época que canoniza a Jeanne Dielman como la mejor película de la historia, por encima de Citizen Kane, Vertigo, The Godfather o Lawrence Of Arabia, vea grandeza en The Brutalist. Sintomático, mejor dicho.

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No le faltan méritos para destacar. La actuación protagónica de Adrien Brody es irreprochable. No me afecta que esté intervenida por IA. Primero, porque es una batalla perdida ir en contra de la inteligencia artificial en el cine. Es, como diría Thanos, inevitable. Segundo, porque el cine son 24 mentiras por segundo. Llámese maquillaje, efectos visuales que rejuvenecen a los actores, o un equipo de sonidistas que tocan las teclas adecuadas para que un actor tenga el tono de voz justo para interpretar a un cantante. El cine es artificio. Ni siquiera es algo novedoso: en las primeras décadas del cine sonoro era muy común no escuchar la voz original de los actores en pantalla. Nadie sabe cómo es realmente la voz de Ursula Andress en Dr. No o a Audrey Hepburn cantando en My Fair Lady.

Babylon, la película maldita pero brillante dirigida por Damien Chazelle, ya sentenció que el fin de cinemá ocurrió con la llegada de las computadoras. Algo que se fue acentuando desde Tron hasta Avatar. Enojarse con la IA, a esta altura, es un despropósito. La IA, el CGI, la edición de sonido, los decorados, son apenas herramientas. Trucos que usan los magos para hacernos creer en la ilusión que tenemos enfrente. Pero no todos saben usar las herramientas de manera efectiva.

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Podemos condensar todo lo «bueno» de The Brutalist en un tweet, un tiktok o un posteo de Instagram. Es un paquete en teoría perfecto para vender esta película como la redentora de la decadencia cultural que, por supuesto, hace eco en la oferta cinematográfica. La película será la misma, pero si quizás el día de mañana cambie mi opinión, si cambian mis ojos. Si eso ocurre, me atrevería a decir que desconfío de lo que suceda para llegar a ese punto. Por ahora, no creo que The Brutalist sea una gran película. Tampoco me parece un espanto. Es un relato rico en ideas, complejo, y fascinante para debatir como toda propuesta artística verdaderamente adulta. Pero es intelectualmente deshonesta.

Asumo que quienes estén leyendo esta crítica ya habrán visto la película. Sugiero que lean dos críticas con las que coincido, aún cuando no comparto el rechazo de una ni el beneficio de la duda de la segunda crítica para esta película. Si no las leen, voy a hacer una breve descripción de las con los que estoy de acuerdo.

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Armond White, con muchísima gracia e inteligencia, cita un ensayo de Pauline Kael sobre el brutalismo cinematográfico. Como la obra faraónica que obsesiona al protagonista, The Brutalist es por momentos una película bastante fea. Puede ser que gane el Oscar a la mejor dirección de fotografía, porque no faltan algunos planos generales muy bonitos, de esos que, fuera de contexto, llaman la atención de la mirada. No hace falta conocer el detrás de escena para entender por qué la película costó lo que costó: no es una de esas producciones gigantes como Titanic, Ben-Hur, Gone With The Wind, The Birth Of A Nation, Schindler's List, A Passage To India o la versión soviética de War & Peace, todas películas donde se nota hasta el último centavo invertido en pantalla. Con cientos de extras, escenarios magníficos, enormes, y proezas visuales que perduran hasta hoy en día.

La mayor parte de The Brutalist transcurre en interiores, con planos cerrados, con una economía de actores notable. Nada de esto la hace peor necesariamente: la primera parte de la película es formidable con poquísimos recursos. Es en la segunda parte donde se hace más evidente la perversidad moral avant-garde que Armond White captó desde que The Brutalist cita a Goethe. The Brutalist también representa la perversión estética de la grandeza de las épocas doradas de Hollywood. Es el gigantismo made in cine independiente con la marca y el empaquetado de A24. Es tentador creer que esta película es el oasis en el desierto, pero existen The Irishman, Killers Of The Flower Moon y Oppenheimer. Películas grandes en todo sentido, no solo en los valores de producción que se notan en la pantalla.

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The Brutalist es una película que parece enfocada en la vida del artista, del hombre que se preocupa por hacer una obra trascendental frente a la miopía de los mecenas. Pero se acerca mucho más a la visión del empresario preocupado porque cierren los números al final del día. Y esa deshonestidad a mí se me hizo mucho más evidente en la frase final.

La otra crítica a la que me refería algunos párrafos atrás es la de Noah Kulwin, que observa la deliberada «ambigüedad» de The Brutalist, a la que califica con cierta irónica, como «totalmente admirable». Yo no sería tan generoso para concederle a la película un elogio como ese. Cuando sucede la escena de la violación, el magnate que oficia de mecenas tiene la necesidad de explicar por qué hace lo que hace poniendo en contexto la situación de los inmigrantes judíos y cómo los ven los demás. Los demás: Estados Unidos. Es el equivalente a cuando los villanos de 007 tenían la necesidad de explicar el plan malvado de turno, o a Scooby Doo revelando el rostro del malo de turno. Son diálogos que existen pura y exclusivamente para guiar a la audiencia. Para decirle al espectador qué tiene que entender y por qué sucede lo que sucede. Y cómo tiene que sentirse frente a lo que se ve.

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Pensemos cuántas lecturas sobre esta película son radicalmente diferentes: si uno hace un recorrido por Metacritic, descubre que la mayoría de las críticas repiten lo mismo. Cosas como «el sueño americano que es en realidad una pesadilla», «el abuso de los poderosos contra el sufrimiento de quienes fueron desplazados», etc. Para ser una película «ambigua», dirige bastante bien hacia donde tienen que ir todas las lecturas.

No hay ambigüedad en una película que comienza con una imagen de la Estatua de la Libertad invertida y desequilibrada, una metáfora tan obvia que uno cree, espera, que la película tenga algún giro intelectual sobresaliente que desafíe lo ordinario. Pero nunca sucede. Al contrario, ante cada atisbo de ambigüedad, llega algún personaje que dice explica las cosas. Las referencias se explican con diálogos: desde la biblioteca infinita de Borges hasta la cruz invertida sobre el mármol italiano o los espacios muertos del espantoso edificio conmemorativo del final. Prefiero no describir más sobre la obra final de The Brutalist, que parece una idea sacada de The Wild Robot o algún sobre de azúcar de esos que vienen con frases inspiradoras.

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La deshonestidad intelectual de The Brutalist hasta sepulta personaje ricos en complejidad dramática. Uno podría suspender la credibilidad y dejarlo pasar, pero nadie que —aunque sea de manera tangencial— haya conocido el mundo de los más poderosos puede creer que, frente a una acusación como la que realiza la esposa del protagonista, quien ejerce el poder va a tener una reacción así. Voy a ser generoso y pensar que es una licencia creativa. Justicia poética, si prefieren, porque las imágenes nocturnas que siguen, como si la estructura brutalista fuera un laberinto, son muy bonitas. Pero quiero hacer énfasis: nadie que conozca los tejes y manejes de quienes tienen el manejo del poder puede creer que esa reacción es seria. Sospecho que quienes hicieron la película saben muy bien lo que hicieron: en el peor de los casos es una forma muy desagradable de complicidad.

No es una película inocente en su realización, como prueba el epílogo del final. ¿Quién se apropia de la Historia? ¿Quién pone la voz, quién es intérprete del dolor y el sufrimiento que da lugar a la creación artística? ¿Cómo se exhibe el arte? ¿Cuáles son las obras que logran hacer una declaración política? Para una película donde un personaje dice que no hay mejor descripción de un cubo que su propia construcción y nada puede ser su propia explicación, que haya tantas explicaciones la convierte un poco en una pavada monumental.

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Desconozco si The Brutalist va a ganar o no el Oscar. Contrario a lo que se cree, los premios son más reveladores de nuestro tiempo que de las películas en sí. Puede ser que The Brutalist evolucione como una de esas películas que son consideradas como lo mejor de esta década para el cine, sin importar cuántos honores reciba en lo inmediato, mientras todo involuciona. Me atrevería a decir que, si pierde, le va a servir más la derrota para la construcción de relato críptico al que solo acudimos los más cinéfilos. Ahí también está la viveza de The Brutalist: a diferencia de Titanic, The Lord Of The Rings, Lawrence Of Arabia, Amadeus o The Godfather, esta película no tiene ninguna intención de devolver al cine su carácter popular o masivo. Al contrario: quiere ser apreciada por el selecto grupo de quienes fuimos a verla al cine. Nos podemos sentir privilegiados, como se siente Van Buren cuando decide convertirse en el mecenas del artista sufrido, por ir a ver The Brutalist.

Quizás en 5 años encabece las listas críticas de lo mejor de la década. De nuevo, sería coherente con la época que ve en Jeanne Dielman a la mejor película de la historia del cine. Puede ser que yo revea The Brutalist y descubra una obra maestra en algunos días, meses o años. Hay muchas cosas que me gustan de esta película: la música, la dirección de fotografía, las actuaciones de Adrien Brody y Guy Pearce y, en especial, toda la primera parte del relato. Si elijo concentrarme en esas, bueno, quizás vea una película mejor de lo que recuerdo.

Puede ser que futuras generaciones vean The Brutalist con el desgano de quien tiene que ver algo canonizado por compromiso, impuesto por una generación que no se atrevió a decir que el emperador estaba desnudo. Todo es posible. Hasta es posible que Emilia Pérez o Joker: Folie à Deux sean revalorizadas como obras fundamentales del séptimo arte, incomprendidas en su tiempo. De lo que no estoy seguro es que sea deseable que todo eso suceda. Aunque, dadas las condiciones de la decadente cultura contemporánea, no me extrañaría.

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