Un perro ve la tele en su casa por la noche. Por la ventana contempla a una pareja abrazarse en el edificio de al lado. Se siente solo. Y para dejar de estarlo compra un robot, el cual arma y el cual se transforma en un compañero de vida. Un ser electrónico que va descubriendo el mundo que lo rodea como un recién nacido, al asombrarse por cada pequeña cosa por la que pasan al caminar por una Nueva York de los años ochenta, al escuchar y bailar música, al ir a la playa junto a su compañero. Hasta que allí ocurre lo peor: se le acaba la batería y el perro debe encontrar la forma de rescatarlo.
Robot Dreams, o como se tradujo en Argentina, Mi amigo robot, es una película animada española basada en el cómic homónimo de la escritora e ilustradora estadounidense Sara Varon. Este es una obra dirigida para niños, pero la cinta lo adapta de forma más adulta, al enriquecer la narrativa base con un subtexto más maduro y sensible.

La película logra transmitir mucho con tan solo la animación, sonidos y música. Esta última es un elemento imprescindible para la historia, el cual puede explotarse en este medio, a diferencia del cómic. Todo sin que haya diálogos. Y eso es un gran logro de la dirección y el guión de Peter Berger, conocido por películas previas como Abracadabra (2017) o Blancanieves (2012). Este no es solo el primer largometraje animado que realiza —formato que logra manejar con maestría—, sino también su primera cinta en alcanzar un enorme grado de reconocimiento al ser nominada como mejor película animada en los Oscar.
Poco más de un año transcurre en la obra, pero a lo largo de estos meses hay uno de ellos que cobra una particular significancia: septiembre. Es en ese mes que se produce el evento en la playa y desde aquel momento en adelante se van entramando una sucesión de hechos en ambos personajes, que tocan temas que van desde la soledad, la amistad, el amor, el duelo y la superación. Y no por nada es el mes que da título a la famosa canción de Earth, Wind and Fire, el cual es el principal leitmotiv musical de la película.

La película explota de forma muy inteligente el medio animado, al tener que comunicar solo mediante imágenes, sin diálogo alguno. En este sentido, hay recursos lúdicos como la ruptura de la cuarta pared o secuencias introspectivas y oníricas que logran emocionar.
Por otro lado, es una historia que apela de cierta forma a un ambiente nostálgico, al ocurrir en unos ochentas analógicos, con una Nueva York en donde siguen estando presentes las Torres Gemelas. Una banda sonora jazzera compuesta por Alfonso de Vilallonga se complementa de forma orgánica con aquel tono.

Sin embargo, no es una Nueva York del siglo XX común; es una en donde no hay humanos, sino animales antropomórficos y robots. De alguna forma se podría ver en las diferentes especies de animales una alegoría a la diversidad cosmopolita que circula en la megalópolis. Y se podría ver en los robots —la única representación de tecnología avanzada en la película— a aquel tipo de compañía que uno anhela en un mundo cada vez más alienado.
Al protagonista le cuesta relacionarse con sus pares. Los vínculos que logra establecer con otros son efímeras. El único con el que establece una relación profunda es con el robot. Y en cierta manera aquel vínculo se hace ver aún más cuando están distanciados, mediante sueños, pensamientos y recuerdos. Hay de alguna forma una inversión de tropos: en vez de humanos como seres protagonistas, animales; en vez de androides como seres artificiales, robots hasta más empáticos que los propios neoyorquinos.

Y es en este trayecto de septiembre a septiembre que el espectador ve la vida del perro y el robot pasar por diferentes situaciones que hacen reflexionar sobre el valor de los vínculos, la incidencia de la distancia y la marca que dejan por siempre las relaciones.
Nota por Alex Dan Leibovich | Periodista | Redactor en Clarín, Indie Hoy, Peliplat y Erramundos.
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