
Benjamin, la pérdida del aura y el fetiche de lo original
Vamos a comenzar pensando la película de Polanski, a la luz del conocido ensayo de Benjamin: La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. El centro del análisis gira en torno a el fetichismo del libro único, que puede leerse según las categorías benjaminianas como una alegoría moderna del aura perdida, el poder de lo irrepetible y el retorno de lo mágico en tiempos seculares.
En La novena puerta, el protagonista Dean Corso es contratado para verificar la autenticidad de un libro rarísimo: Las nueve puertas del Reino de las Sombras. Existen solo tres copias en el mundo, se trata de un libro de culto -quizás en el pleno sentido de la palabra- y se sospecha que dos de ellas son falsificaciones.
Además, el fascinante libro ni siquiera es célebre para el común de la gente, sino que su valor solo es conocido por el pequeñísimo y elitista nicho de coleccionistas de libros vinculados con el ocultismo, la demonolatría, y lo satánico. Por otra parte, el problema de la autoría, y consiguientemente de la originalidad de los manuscritos existentes, cobra un interés superlativo, porque se le atribuye haber sido escrito de puño y letra por el mismísimo Diablo.

Desde el comienzo, la película orbita alrededor de la obsesión por la autenticidad, y nos interesa muy especialmente pensar esto a siguiendo a Benjamin, puesto que una de sus grandes banderas ha sido el señalamiento y con gran ahínco de que la reproducción ha hecho sospechosa toda originalidad.
Desde tal autor, podríamos leer esta búsqueda a ultranza del primer ejemplar como una metáfora del aura perdida: el libro original —el que se sospecha que contiene efectivamente los grabados verdaderos, firmados "L.C.F." (Lucifer)— conserva un aura mística, única, irrepetible. Las copias, por más idénticas que parezcan, carecen del poder que se sigue de dicha mística.
El aura, dice Benjamin, es “la manifestación irrepetible de una lejanía, por cercana que esté”; y este concepto de aura está en el centro de su reflexión sobre el arte en medio de lo que describe como la era de la reproducción técnica. La idea además de perdida hace referencia a la desaparición de una cualidad única y casi mística que poseen las obras de arte tradicionales, especialmente aquellas creadas antes de la modernidad y la reproducción masiva (añado yo, muchísimo más aun si pensamos en un libro escrito y firmado por el mismísimo Lucifer).

El aura es, para Benjamin, la presencia irrepetible de una obra de arte en el tiempo y el espacio, su unicidad y su autenticidad. Está muy ligada a la originalidad del artículo, en cuanto que se le atribuye aura a una obra que es única, no hay copias; además es importante su situación en un contexto específico, como podrían serlo un templo o un museo; y finalmente su distancia reverencial, es decir una especie de misterio, de lejanía sagrada, que impone respeto o contemplación.
El aura que envuelve al libro maldito en la obra que nos convoca, radica tanto en su unicidad como en su supuesta conexión con las fuerzas sobrenaturales que le dan origen, y a la cuales nos conectaría. Así, la obra original no solo tiene un valor económico o histórico, sino simbólico y mágico: es en todo su ser un fetiche moderno.
El hecho de que conseguir finalmente las ilustraciones implique tener que destruirlas hace todavía más performática la dinámica del acontecimiento y la exclusividad de modo mucho más radical. Quien realmente posea las hojas que Lucifer tocó de verdad, y sepa de que se trata, está obligado a ser quien las destruya para hacerse el poseedor de su más profundo sentido de puerta. Solo esas hojas y no otras en el mundo y en la historia, solo quien logre reunirlas, y solo esa vez.

Los personajes que aparecen en la película no aman los libros como lo hace un lector o un académico, los codician como una pieza de colección, cuyo valor no está puesto en el contenido de sus páginas, sino en su existencia concreta como objeto. Vemos incluso que son capaces de matar por ellos, y los desean con ansias de poseerlos desde la lógica de la pertenencia.
Cobra relevancia para nuestra lectura entonces aquello que Benjamin llama (siguiéndolo a Marx) el fetichismo de la mercancía: en este caso, el libro deja de ser un medio para volverse un fin; es un objeto en sentido estricto, ese ejemplar en particular es el que sirve, dotado de poderes ocultos y desconocidos. Aparece la figura de Balkan, el coleccionista, que está dispuesto a invocar al diablo y por ello busca que el ritual se celebre con los grabados auténticos, encarna esa idea benjaminiana de que lo original supera toda función práctica y se convierte en objeto de culto. Lo importante no es lo que el libro dice, sino que sea "el" libro. La copia, de este libro más que de ningún otro, pierde todo su valor porque no porta el aura, o no tiene la presencia correspondiente.
Benjamin explica que la pérdida del aura, en la modernidad, no significa el fin de lo mágico, sino su reconfiguración. En La novena puerta, empero, lo mágico retorna exclusivamente recogiendo y revitalizando la lógica clásica de la presencia en detrimento de las reproducciones, a través del aura residual del objeto original: el libro auténtico todavía "funciona", todavía convoca algo. En un mundo moderno, escéptico, lleno de falsificaciones y escepticismo, ese objeto sobrevive como único umbral válido a lo sagrado.

El camino posible es volver a recuperar el aura como retorno a lo mágico. La tensión entre lo auténtico y lo reproducido es también una metáfora de la crisis de la experiencia en la modernidad. Los personajes buscan en el libro una experiencia radical, una forma de contacto con lo absoluto. Pero solo el objeto auténtico lo permite, y toda copia es, en ese sentido, estéril.
Otra clave benjaminiana es la que vincula reproductibilidad con control. En la película como dijimos, quien posee el ejemplar correcto puede realizar el ritual, e invocar aquello para lo que el libro fue hecho. Pero para eso, debe interpretarlo además correctamente. La lucha entre los candidatos que existan es doble, puesto que deben conseguir el artefacto o dispositivo original de manera completa, pero también encontrar su lectura correcta.
Esto devela una clave interpretativa de la película que me parece profundamente lúcida, y es erigir a la lectura como un acto de poder. La hermenéutica correcta es parte del mismo núcleo indisoluble del aura del objeto, junto con los grabados originales hechos por el propio Lucifer; para completar la apertura del portal, poseer el objeto y leerlo como debe ser leído son dos caras de una misma moneda que no puede separarse. La autentica llave para la novena puerta es el acto de la lectura como apropiación del poder que se contiene en el libro.
El poder se ejerce también desde la hermenéutica: Balkan cree tener la interpretación correcta, pero falla. Corso, más intuitivo, llega al umbral final. Podemos leer esto en relación con lo que Benjamin señala como el paso del "valor de culto" al "valor de exhibición": el objeto se vacía cuando su significado se vuelve público, visible, manipulable.
La novena puerta puede ser leída como una parábola benjaminiana sobre la lucha por la autenticidad en un mundo de simulacros. El aura no ha desaparecido por completo: sobrevive en ciertos objetos, ciertas imágenes, ciertas experiencias en las cuales lo original todavía conserva su poder. Ese poder, sin embargo, ya no está garantizado: debe ser encontrado, descifrado, y conseguido por medio de sacrificios acordes al premio que pueda alcanzarse.
El libro auténtico no es solamente el más viejo, ni el más caro: es el que funciona. La magia, la experiencia, el aura -nos dice la película- están ocultos, tal vez aún presentes, pero solo accesibles a quienes puedan reconocerlos y se atrevan a cruzar la novena puerta.

Descenso al inconsciente, una lectura junguiana
Podemos ensayar además una lectura desde la idea del inconsciente, siguiendo a Carl Jung. La novena puerta es más que un thriller esotérico o una historia de coleccionistas obsesionados: le cabe una mirada bajo el respecto de los términos de viaje arquetípico hacia la integración de la sombra, una travesía iniciática que sigue el camino del héroe al estilo junguiano hacia la totalidad psíquica. En este marco, el libro en cuestión no es solo un objeto externo, sino un símbolo del conocimiento oculto que yace en lo profundo del inconsciente colectivo.
El protagonista, Dean Corso, representa el ego moderno, cínico, racional, pragmático. Conocedor pero aparentemente desinteresado, está claro que no es un obsesionado como Balkan, y que para él no hay ningún código disciplinar, moral o ético que se corresponda con el conjunto de enseñanzas en las que cree: no es un practicante de nada. De hecho accede al conocimiento sobre el que tiene expertiz desde la figura de alguien que tiene un oficio, un saber hacer, más que como un profesional con conocimiento teórico.
Incluso más, siempre se percibe a sí mismo como por fuera del mundillo al cual se inmiscuye, y por eso podemos empatizar como público con él. Su mirada es la que nos representa porque compartimos la coincidencia de ser meros testigos de algo que empieza a suceder frente a nosotros; en nuestro caso es una película, para el personaje, son los eventos en los que debe involucrarse.
Sin embargo a medida que transcurre la película, él se ve confrontado con lo irracional, lo simbólico, y lo arquetípico. Su recorrido sin lugar a dudas puede tratarse de una reposición del descenso al mundo de la sombra: esa parte reprimida de la psique, donde habitan nuestros impulsos no reconocidos, nuestros deseos de poder, ambición, destrucción, fascinación por lo prohibido.

Jung describe el proceso de lo que llamamos descenso a la sombra como una suerte de viaje iniciático o descenso al inframundo psíquico, donde uno se enfrenta con su sombra para integrarla. Este descenso sobre el que insistimos es esencialmente doloroso, difícil y perturbador, pero absolutamente necesario para el proceso de individuación, que es la meta del desarrollo psicológico: convertirse en uno mismo, en un ser íntegro y consciente.
En textos como El libro rojo o Símbolos de transformación, Jung habla explícitamente de estas experiencias como enfrentamientos con el inconsciente, muchas veces cargadas de imágenes míticas, religiosas y arquetípicas (como el viaje al Hades, la noche oscura del alma, o el mito de Orfeo). Es un descenso que recuerda al de héroes o chamanes en los mitos antiguos: hay que pasar por la oscuridad para poder emerger renovado.
El ficticio libro Las Nueve Puertas del Reino de las Sombras es una puerta simbólica hacia ese mundo. A medida que Corso se adentra en su misterio, va cruzando umbrales cada vez más ambiguos, peligrosos y simbólicamente cargados. Aquello a lo que debe enfrentarse le resulta cada vez más personal e íntimo. El viaje que realiza no es solo físico, sino psíquico: se adentra en zonas de sí mismo que no controlaba ni comprendía.
Toda la narrativa está habitada por figuras arquetípicas junguianas: la misteriosa mujer, que parece una encarnación del anima o incluso de lo demoníaco, el viejo bibliófilo como sabio o guardián del umbral, y Balkan, suerte de mago oscuro, encarnación de la hybris racionalista que pretende dominar el misterio a través de la mente.
Cada figura, entonces, no es solo un personaje del orden narrativo, sino una proyección del inconsciente colectivo: figuras que han aparecido una y otra vez en mitos, leyendas y sueños. La mujer que acompaña a Corso —ambigua, seductora, protectora, violenta— recuerda a las diosas triples, a las Lilith, a las Eva nocturnas que guían o condenan; y tiene cientos de versiones en los mitos de las distintas culturas, las historias que contamos, y la manera en la que producimos nuestros sueños y alucinaciones.

Desde Jung, el interés por el esoterismo y la alquimia no se entiende solo en términos de superstición, es además una vía simbólica para describir los procesos de transformación interna. La película toma elementos de grimorios, rituales, símbolos alquímicos y demonológicos, pero no ya en el sentido de las creencias de algún grupo en específico, resultan aquí una especie de lenguaje del alma, universal a los tiempos y las culturas, y reconocidos por todos.
El ritual que promete abrir la "novena puerta" puede incluso ser una metáfora del proceso de individuación junguiano: la integración de los opuestos, la superación de la escisión entre el ego y el inconsciente. El fuego con el que Balkan pretende consagrarse es una falsa transmutación; solo cuando Corso encuentra el grabado final, el símbolo completo, puede acceder al verdadero umbral: la integración.
El recorrido de Corso puede pensarse como una variante moderna del viaje del héroe, al estilo de lo que Joseph Campbell llamó monomito, pero con estructura más junguiana: un viaje hacia la oscuridad, el caos y la transformación. Comienza como un ladrón de libros y termina como alguien transfigurado, atravesando la novena puerta no por imposición ni fe, sino por haber completado el recorrido interno que lo hace digno de cruzarla.

Desde esta perspectiva podemos decir que la puerta no se abre con el ritual correcto, sino con la transformación psíquica adecuada.
En Jung, el Diablo no es necesariamente una figura del Mal absoluto, es un símbolo de lo reprimido, lo temido, lo no integrado. La figura de Lucifer (el portador de luz) representa, paradójicamente, el conocimiento, la autonomía, el despertar de la conciencia. En este sentido, el cruce final de Corso puede ser visto como un acto simbólico de liberación interior: no invocación del mal, sino integración de su propia sombra.
Leída desde Jung, tenemos con la película una alegoría del alma moderna que, al enfrentarse con lo reprimido y lo simbólico, debe decidir si negar la oscuridad o atravesarla.

Una relectura fáustica del deseo de saber y poder
No voy a perdonarme si termino esta palabrería sin hablar del Fausto. La figura de Fausto representa, en la tradición occidental, al hombre que lo sacrifica todo por alcanzar un conocimiento absoluto, capaz de otorgarle poder, trascendencia y sentido. En la versión de Goethe, Fausto no es un simple ambicioso; es un espíritu inquieto que, decepcionado del saber académico, anhela una experiencia que lo una con la totalidad de la vida. Un teólogo brillante que quiere conseguir la traducción perfecta del prologo al Evangelio de Juan, pero que no puede conseguirlo desde su pericia intelectual. El pacto con Mefistófeles es tanto una caída moral, como una apuesta por lo infinito.
La novena puerta retoma esta figura, pero la traslada al mundo secular y postmoderno del mercado del arte, la falsificación, el esoterismo y la codicia. Su protagonista es un mercenario del conocimiento oculto: un especialista en libros raros pero que, al igual que Fausto, entra en un juego donde el acceso a la verdad tiene un precio, y donde cada página lo acerca más a una dimensión que escapa a lo humano.

Como refundación del mito de Fausto, lo mejor que tiene la película es de hecho desvincular a Corso del Fausto clásico. Contar una historia en la que el guion comienza con una persona estableciendo un pacto con el demonio a cambio de recibir algún tipo de iluminación intelectual, pero pagando caro con el precio de su alma, no es ninguna clase de refundación de nada: es una réplica del mito de Fausto, que sin dudas está ya contado diametralmente mejor por la obra de Goethe.
Nuestro nuevo Fausto es posmoderno, y por tanto ni siquiera busca alcanzar el absoluto de convertirse en un Fausto. El azar y la fortuna son variables observables en su travesía, que de alguna manera cercenan la idea de que Corso tenga la aspiración irrefrenable de conseguir un pacto eterno con nadie. El Fausto posmoderno, resignó los valores clásicos de grandes intenciones; justo está ahí, y punto.
Dean Corso no es un sabio ni un alquimista. No busca la verdad por vocación espiritual, solo lo hace por interés profesional. Sin embargo, a medida que se interna en la búsqueda del libro auténtico de Las nueve puertas del Reino de las Sombras, se va transformando. Su viaje lo lleva del escepticismo inicial a una progresiva fascinación por el misterio que investiga. Como Fausto, se ve arrastrado por una fuerza que lo supera, sin saber si podrá controlarla. Casi que el precio que efectivamente paga, no está como en el mito clásico, una vez efectuado el contrato; sino que en la misma búsqueda Corso termina renunciando a su alma, sin necesidad de pacto alguno.

A diferencia del Fausto clásico, que pacta explícitamente con el demonio, Corso se interna en el mal sin hacer un pacto consciente. Lo suyo se parece más a una rendición progresiva, tan inconsciente como inevitable. El mal no aparece como figura externa, sino como un sistema de signos, imágenes, textos y deseos que lo envuelven.
En Goethe, Fausto recurre a libros antiguos y conjuros para invocar fuerzas que exceden su saber académico. En La novena puerta, el libro maldito es literalmente la puerta al poder demoníaco, pero su lectura no es directa: requiere ser descifrado, interpretado, contrastado con copias falsas, como si se tratara de un mensaje cifrado del mismísimo diablo. El libro es su propio grimorio fáustico, y el saber ya no se presenta como el fin, sino como un medio, una llave, para conseguir un poder.

Aquí el libro no es solo objeto de saber, sino símbolo del poder. Quien lo domine podrá, no ya conocer, sino acceder al "Reino de las Sombras", es decir, a una forma de trascendencia, aunque perversa y corrupta. Es una inversión moderna del ideal ilustrado: ya no se busca la verdad para liberar, sino para dominar.
Una de las claves fáusticas más sutiles de la película es la figura ambigua del mal. No hay un Mefistófeles carismático que guía al protagonista, sino varios personajes oscuros (el coleccionista Balkan, la mujer misteriosa, los falsificadores) que encarnan distintas facetas de la tentación. Incluso el Diablo parece haberse disuelto en un sistema de signos, en un ritual sin rostro, como si el mal no necesitara ya cuerpo, sino deseo.
Corso no parece hacer un pacto explícito, pero es su deseo el que lo va transformando. Así como Fausto quería abarcar el saber de todos los tiempos, Corso —aunque no lo admita— desea tocar el corazón del enigma, cruzar la frontera entre lo humano y lo inhumano. El diablo -su Lucifer- que promete ayudarlo, ni siquiera es una entidad personal, sino una ambigüedad moral sin rostro, un deseo sin límites, un cierto ethos caótico el cual habitar como un estado de cosas.

El desenlace de La novena puerta es deliberadamente ambiguo. Corso parece haber "ganado": ha sobrevivido, ha sido elegido, ha cruzado la última puerta. Pero, ¿qué significa esto? ¿Fue efectivamente poseído? ¿Alcanzó una verdad suprema? ¿Perdió su alma?
En Goethe, Fausto es redimido por el amor, elevado al cielo por lo eterno femenino. En Polanski, el amor es reemplazado por una figura femenina enigmática, posiblemente una encarnación demoníaca, y el cielo por una puerta de fuego que no conduce a la redención, sino a lo inefable. Lo femenino no aparece desde su arquetípica ternura -sostenida por supuesto por la lógica de los roles de género que legitiman un status quo de dominancia- sino desde su también arquetípica lujuria -qué podíamos esperar de Polanski listolodije-. Lo eterno femenino aquí ya no salva, solo arrastra, quema y condena.

La novena puerta funciona como una versión posmoderna y ostensiblemente secular del mito fáustico, donde el saber ha sido sustituido por una obsesión de lo oculto, y la salvación por el deseo de dominio. La película nos presenta un mundo donde el pacto no necesita firma: basta con desear sin medida, y con buscar sin ética.
Corso, como Fausto, se convierte en símbolo del sujeto moderno que, al intentar poseer el misterio, se pierde en él.
Tal vez, con en esa pérdida, acceda Corso a una forma de afirmación trágica, donde la verdad ya no redime, pero al menos todavía transforma.
Una vez más,
Filosofía puchito.


Y caprichosamente porque sí:
Mandinga abrime la puerta.

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Francis☆☆☆☆☆
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Saludos ✅
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