Vi por primera vez El Resplandor (1980) de Stanley Kubrick en mi adolescencia. El film vino promocionado por mi tía cinéfila como la mayor experiencia terrorífica del cine. Aquella vez, la cinta estuvo lejos de subyugar, ni siquiera de asustarme demasiado. Para mi atención, fijada en la trama, me resultó una película agradable, entretenida, hasta algo cómica, pero muy lejos de provocar un horror traumatizante. Fue años después cuando, en un segundo visionado, me marcó para siempre y entendí porque era una obra maestra aclamada. Podría mencionar infinidad de cosas que me fascinaron: su enigmático universo simbólico de laberintos y pasillos, el recurso de la simetría, el manejo del zoom para narrar el Resplandor, las actuaciones brillantes, el motivo del doppelgänger, pero fue, sobre todo, ciertas escenas que había contemplado sin mayor interés en mi adolescencia, las que implosionaron diques en mi cerebro. En especial una técnica de movimiento de cámara en el cine que Kubrick estuvo lejos de inventar, pero que utilizó con maestría en esta película. Estoy hablando del travelling.
Con un travelling inicia la película. La cámara avanza sobre el plano general de un desolado valle de aguas quietas, rodeado de montañas áridas. En el centro se sostiene una isla diminuta, poblada por algunos pinos. Lo ínfimo rodeado por la inmensidad, por lo inabarcable, este imaginario recorre casi todo el film y nos produce ese efecto de desamparo y soledad, de impotencia ante fuerzas que nos sobrepasan.
Pero mis escenas preferidas son otros travellings que son de una sencillez cautivadora, de una virtud minimalista. Me refiero a las secuencias de Danny recorriendo el hotel en su triciclo. Vamos detrás de él, vemos su espalda, su fragilidad. En la primera de ellas, la música está ausente, solo el sonido del rodado sobre pisos de cemento y parqué laminado, brevemente interrumpido cuando atraviesa las alfombras. El perfeccionismo de Kubrick decanta por lo aséptico para generar clima y elige bien. La secuencia parece intrascendente, pero nos genera una expectativa ansiosa, además nos obliga a recorrer el colosal Overlook hotel con Danny. Lo seguimos a él y nos sentimos junto a él. Esa inmensidad vacía, hiper poblada meses atrás, se percibe como una amenaza latente. Transitamos espacios liminales, zonas de transición a otra cosa que no llega, como atrapados en una telaraña de no-lugares.

En la siguiente escena de Danny en triciclo, ahora sobre la mítica alfombra de hexágonos, solo escuchamos el ruido del pedaleo, hasta que por fin irrumpe la música para aumentar como un mal presagio a medida que Danny avanza. La sensación de vacío de la escena previa, ahora la llenan arreglos de cuerdas que generan una atmósfera inquietante. Kubrick se toma su tiempo para que Danny recorra, extrañamos el incómodo vacío anterior frente al aura tétrica -perfectamente iluminada- de la que se tiñe el hotel. Se detiene frente a la misteriosa habitación 237 y acá la música se vuelve particular, adopta un halo fantasmal, y el primer plano sobre el chico es puro terror. Danny se levanta, se aproxima hasta el picaporte de la puerta, intenta abrirla pero la pieza se encuentra cerrada. Sabemos que siente las presencias, pero nada se dice, queda sujeto a la interpretación.
En la tercera secuencia del triciclo, la cámara está a distancia de Danny, nos hace sentir su desprotección, como una pesadilla en la que queremos hacer pie en alguna seguridad que se nos escapa. Danny desaparece en una esquina y quedamos solos en el pasillo por un instante. Lo sabemos: lo perdimos. Ahora Danny está solo frente al peligro y nosotros también, hasta que el corte que nos devuelve a Danny nos lleva a uno de los climax de la película: la aparición de las gemelas al final del pasillo. La imagen, de perfecta simetría, parece un túnel que comunica con lo desconocido. Kubrick juega entre primeros planos con el rostro aterrado de Danny, entremezclados con esa simetría perversa, absorbente, del pasillo. Las gemelas llevan sus vestidos celestes atados a la cintura por cintas con moño, medias largas blancas y zapatos de charol. Su vestimenta respira tiempos pasados, se nos presentan como ángeles perfectos, puros, vidas congeladas demasiado pronto. Después, se cruzan las instantáneas: el hacha en el suelo, las niñas desparramadas en las alfombra, la sangre que baña los cuerpos y mancha las paredes de tapizados floreados. El horror. Arte. CINE.
Está segunda vez, la película me resultó fascinante en casi todos sus aspectos -en los que no ahondaré en esta nota-. En lo fundamental, marcó un cambio en mi modo de ver cine. El arte de Kubrick trastocó mi interés, que hasta el momento se centraba en la trama y el guión. Me permitió disfrutar del genio de un director, por encima de todas las demás cosas que componen una película. Colonizar terrenos hasta entonces desconocidos para mí, que es lo que nos pasa cuando una obra artística se nos vuelve una experiencia imborrable.
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